domingo, 30 de diciembre de 2012

Candelarias - Parte I

*Perdón por la demora. No hubo Noviembre, es el último día de Diciembre. Espero que con esta historia parte extraña, parte erótica, parte ensayo, me sepan perdonar. Esto no termina. 



                El negro no sirve para el ballet. El negro no sirve para bailar. El negro es atemporal. El negro está muerto.
                Abrió mucho los ojos y avanzó en punta de pies, las manos extendidas a la altura de los hombros, el traje negro. Negro como la sombra bajo la galería. Punta de pie izquierdo a rodilla derecha, vuelta, vuelta, estirar los brazos, vuelta, vuelta, retroceder y torcer el cuello, mantener los ojos bien, bien abiertos. La galería apagada, solo las luces del escenario estaban prendidas.
                El negro bajo la galería, alrededor de la silueta elegante y opaca. ‘Ven’, vuelta, manos alrededor del rostro. ‘Mira mi imagen cadavérica, veme como te veo yo’, caminar en punta de pies, quebrar la cintura, elevar las manos al cielo, recorre su brazo, su cintura, su cadera, la curva de su muslo.
                Negro. Negro el traje, negro el cabello, negros los guantes, negro el abrigo, negros los ojos. ‘Sé que me ves’, indicarlo, vuelta, vuelta, caer al suelo, abrazar el suelo, elevar la rodilla, extender el tobillo y rozar el escenario tapizado de luces. ‘Sé que me sientes’.
                ‘No. Todavía no te siento’, sombra inexistente, zapatos brillantes. Se acomodó el sombrero, colleras sin lustrar. ‘Todavía no’. Sus dedos finos lo rodearon desde la distancia, las candelarias elevando la sombra de la bailarina difuminada sobre la pared, muñeca de caja musical girando en un solo pie, la otra pierna desdoblada en el aire, brazos lejos, abrazo, brazos lejos, abrazo.
                ‘No. No me sientes’, salto, salto, salto y cabeza atrás, salto y el cuerpo arqueado en semicírculo, brazos desnudos. Vestido negro, falda transparente pero en tantos, tantos pliegues que nada se podía adivinar entre tabla y costura. Luces blancas, cortinas rojas. El pecho subiendo y bajando en un pulso que no se correspondía a la armonía de sus pasos y la música sin sonido. ‘Me has visto. No me has tocado. Todas las noches te he visto ahí, bajo la galería esperando –y deseando, deseando no sabes cuánto– que te acerques, que tomes asiento frente a mi, que sientas la brisa que sale de mis manos al público y el sonido de mi respiración, el olor de mi sudor’.
                ‘Sí te he tocado’, giro, giro, ladeado el cuello perfecto, la boca dibujando una ‘O’ perfecta, imagen pura de la bailarina sobre dos pies, sobre el aire, bailarina cayendo. ‘Me has soñado, me has hecho real. En tus recuerdos tengo fuerza, cuerpo, voz. Suéñame –¡deseáme! – otra vez. Hazme real ahora. Dame fuerza, cuerpo, voz.
                ‘Ahora te veo’,
                ‘Ves solo una silueta’.
                ‘No necesito más’, rodar por el suelo lustroso, manos cerradas, dedos ocultos, vientre plano para guiar hombros redondos, para arrastrar el cuerpo entero, cuello como de cisne, cabello fijo, tenso, rostro extasiado. El movimiento se deslizaba por los centímetros imposibles de su piel descubierta.
                ‘Deséame otra vez, hazme vicio dentro tuyo y déjame llegar al escenario’.
                Manos en su mejilla, manos ajenas, dedos desconocidos. La bailarina no se detuvo, vuelta, vuelta, el escenario iluminado de candelarias blancas, el pabellón vacío, asientos con público, público invisible. Dos pasos más y las manos a su cuello. Llevó sus propias manos a su propio cuello, pero no encontró más que un recuerdo marcado en piel y sudor.
                ‘Deséame otra vez’, repitió quitándose el sombrero. Corazón que no latía, respiración inexistente, sin sombra agitada en expectativa. Lo soñaba, lo soñaba de verdad. Lo soñaba en ese escenario, manos llenas de tela desgarrada del mismo cuerpo que giraba, vuelta en un pie, vuelta, vuelta.
                ‘¡No eres real!’, el miedo traspasaba su mirada. 


[Fin de la Primera Parte]

domingo, 28 de octubre de 2012

De tus ojos al papel


            Sigue llorando, querida mía, sigue llorando. Sigue llorando, por que si cesa por un segundo el manantial de tus ojos me extinguiré y ya no podré consolarte, no podré demostrar el dolor que me provoca la razón que te hace llorar, no podrá el mundo saber que estás llorando.
            No te diré que debes ser feliz, no te diré que el sufrimiento pasará, no te diré nada que te regale la alegría por mucho que lo desee, por mucho que desee no verte llorar. Pero si tú no lloras, no podré acariciar tus mejillas ni sentir el roce de tu piel, no podré sentir los que tú sientes, no podré arrullarte en silencio.
            Te haré borrar la tinta de tus cartas y silenciar tus deseos entre lamentos, y tú no lo sabrás jamás, querida mía, no lo sabrás jamás.
            No dejes nunca de llorar, pues como lágrima tuya, no tengo otra opción que amarte mientras lloras. 

domingo, 14 de octubre de 2012

Maullidos en el cuarto



            Cara de gato. Todo silencioso, piel demasiado lisa, mirada baja. Todo de gato, ojos grandes y redondos, dedos medio recogidos, barba mínima que de suave dan ganas de acariciarla. Hasta el chaleco a rayas, amarillo y grisáceo opaco, me recuerda a un gato atigrado.
            Labios delgados que en algún otro momento de mi vida me atrevería a besar. Ternura en voz grave y timidez poco modulada. Pretende verse menos de lo que es, con su sonrisa fácil y un poco melancólica. Juega con un lápiz negro, punta fina, como si fuese una pelota de mimbre. Parece un gato acorralado.
            Casi puedo verle las nueve vidas. Algo salió de sus labios… ¿trabajo? No, no, ese es un rostro de adolescente, hasta el cabello tiene despeinado de juventud. Se pierde dando vueltas los ojos al vacío, se le han sonrojado las orejas, tal vez sea el calor que destroza este cuarto. Una cadenita le rodea el cuello, plateada, como un hilito brillante alrededor del cuello, ahogando el latido bajo su mandíbula. Es como si tuviese collar, a lo mejor es un gato domesticado.
            Aburrido en exceso. Estoy esperando a que bostece y desperece lentamente su cuerpo, listo para irse a dormir sobre alguna alfombre cerca de la chimenea. Hay un caudal oculto en su exclamación monocorde, me habría gustado ver una gota de sudor cayéndole por la frente y remojando su escasa barba clara que también le sirve de bigote. Es un gato silencioso.
            Ha callado, ha notado mi presencia, se enrosca sobre si mismo y, nuevamente, se pierde con la mirada parda en el vacío.

domingo, 30 de septiembre de 2012

Pecado por omisión - Parte II


               [...]

             Germán arrastró una silla que estaba al lado de la puerta y se sentó. Ella se había incorporado y tamborileaba la superficie de madera con las uñas carcomidas. Nunca dejó de comerse las uñas.
             – Bueno, estaba ahí, pero me llamó la tía Carmen y me contó que…             
             – Ah, que me había muerto –, le interrumpió con una mueca sardónica. Germán se mordió los labios. – Perdona si te saqué del trabajo, seguramente estaba bueno.
             – Te leí mi charla, ¿no te acuerdas?
             – ¿Estaba? –, preguntó levantando la ceja. Germán bufó y se rascó la cabeza. En ese momento estaba saliendo de desintoxicación, pero no había una manera de decirlo, al menos, no delicadamente.
             – Estabas, pero creo que dormida –, mintió. Luz soltó una carcajada y negó con la cabeza. – ¿Tomaste… te preocupaste de tomar el medicamento esa semana?
             Lo dijo con reproche. Luz comenzó a balancearse de atrás hacia delante, mordiéndose el labio como una niña haciendo algo malo. Germán supo la respuesta antes de que ella la pronunciara.
             – La tía Carmen creía que sí.
             Él se incorporó, exasperado, y comenzó a caminar en línea recta, ida y vuelta por la habitación. Ella burlando a todos, y él, el único que sabía cómo controlarla, lejos, al otro lado del continente, hablando a la comunidad siquiátrica de los enfermos bipolares, que no hay que dejarlos solos, que caen en drogas, en episodios maníacos, en todos tipo de excesos, que no hay que confiar en lo que dicen de buenas a primeras, ni en lo que hacen, ni en lo que comen, que hay cosas que permiten controlarlos, estabilizarlos, manejarlos, que no hay que dejarlos solos.
             Que hay que cuidarlos.
             – Te pedí… te pedí que te cuidaras…
             Luz soltó un bufido que sonó igual que el de su hermano.
             – Mi hermanito doctor, siempre tan preocupado de mí. Sí, por eso, precisamente, soy yo la que está viva: porque mi hermanito se preocupa tanto por mí –, soltó con cuanta ironía fue capaz de reunir. Germán se detuvo como si hubiese recibido una descarga y la observó con los ojos humedecidos. Luz no quitaba la sonrisa.
             – No fue mi culpa.
             – No –, admitió ella. – No lo fue. Pero pecaste de omisión.
             Volvió la vista hacia la ventana, un chorro de sol iluminando sus cabellos negros y tijereteados, el funerario no había logrado adecentarlos del todo. Germán se acercó y colocó ambas manos en el borde del cajón.
             – Lo siento mucho, Lucy –, susurró. Ella se giró, sin sonreír.
             – Tengo miedo, Germán. Te quería conmigo, pero no estabas –, confesó en un hilo de voz. Él le puso un mechón de pelo tras la oreja. Estaba muy fría. – No sé si me suicidé, ¿lo sabes tú?
             Germán la observó fijamente. Había marcas en sus muñecas, heridas en su organismo, drogas en su sangre. Había razones cruzando por su mente. Había una certeza. Lo sabía, ¿y qué le costaba a la tía Carmen convencerse de lo contrario? Sus ojos azules lo atravesaban. Él no los heredó, y de alguna manera, siempre la envidió por ellos. Pero hoy no. Hoy solo la echaba de menos. El daño ya estaba hecho. No era capaz de seguir haciéndola sufrir.
             – No, Lucecita. Se te olvidó apagar el piloto del calefón –, mintió. Con toda la fuerza que fue capaz de reunir, mintió. Ella sonrió y reposó la cabeza sobre el encaje de la almohada. – Vas a estar bien. 
             – Te voy a echar de menos –, le dijo seriamente. Él sonrió.
             – Yo también, hermanita.
             – ¿Nos vemos por ahí?
             Germán demoró un poco la respuesta, indeciso. Afuera se oía un murmullo. Tal vez los de la funeraria acababan de llegar.
             – Por supuesto –, repuso acariciando su cabeza. Se veía hermosa, tan hermosa, tan pequeña y tan pálida. – Adiós.
             – Chau, Germán.
             Él la besó en la frente helada y cerró el cajón. Lo último que vio fueron sus manos cruzándose sobre el pecho, enroscando el rosario como una pequeña culebrita. Él temblaba. Se arrodilló a un lado y presionó la cabeza contra el ataúd, tan frío como el cuerpo que contenía. Perdóname, hermana, pensó al incorporarse y dirigirse a la puerta. Perdóname por todo.
             Germán salió y nuevamente, la habitación quedó en silencio.
                

domingo, 23 de septiembre de 2012

Pecado por omisión - Parte I


[Dividido en dos partes para comodidad del lector]

                El sacerdote se persignó e inclinó la cabeza con una parsimonia que bastó para aliviar un poco la bola de goma que Germán tenía en la garganta. Soltó un suspiró y cerró la carpeta descolorida que llevaba entre las manos.
                – Vamos a partir con la adoración al Santísimo, mientras llega la gente. Luego del servicio nos vamos en carroza al cementerio –, masculló el hombre, tocándose el collarín blanco. Germán asintió con la cabeza un tanto ausente, fija la mirada en el ataúd.
                – Muchas gracias, padre Pablo –, dijo extendiendo la mano y estrechándosela con fuerza. Tenía las manos resecas, y el otro, muy húmedas. – Ahora, si no le importa, desearía un momento a solas.
                El sacerdote asintió con la cabeza y salió de la habitación, cerrando la puerta. Germán no se movió del lugar. Apestaba a claveles y a mirra, una luz mortecina entraba por el cristal sucio de la ventana. No podía evitar la sensación de pánico que le atenazaba la garganta junto con las ganas de llorar. Sin embargo, el ataúd estaba ahí, cerrado pero sin seguro, y una fuerza le pedía, no, más que eso; lo impelía a abrirlo. Miró a su alrededor; las luces le jugaban una mala pasada con sus destellos y sus risillas, viendo cosas donde no las había, moviendo cuerpos donde no los había, dibujando rostros ya muertos.
                Tragó saliva. No había suspendido su charla en el Congreso en Sao Paulo y viajado siete horas en un asiento de tercera sin poder conciliar el sueño para no despedirse de ella. En el avión apenas si pudo comer, las palabras de la tía Carmen cuando lo llamó le taladraban los oídos con la fuerza de las turbinas.
                No se dio cuenta. Revisaron, pero el gas se quedó abierto. Prendió mal el calefón, el detective no encontró ningún motivo para pensar que era un suicidio. Se durmió en la tina, como un angelito…
                La palabra suicidio estaba escrita en tres dimensiones dentro de su mente, un letrero, subtítulos de película muda. Se demoró un segundo en responderle a la tía Carmen.
                Voy para allá. Tomo el vuelo de las doce y cuarto y llego en la mañana. Tengo el auto en el aeropuerto.
                Por el auricular se oían hipeos y llantos ahogados, seguramente la tía hablaba desde el comedor. Ella le agradeció, él se despidió secamente y colgó el teléfono con más fuerza de la necesaria. Su asistente lo quedó viendo con preocupación a través de sus anteojos.
                – Se murió mi hermana, señorita Rojas –, susurró a su asistente. En ese momento supo que ya lo había aceptado.
                Sacudió la cabeza con fuerza y levantó la tapa del ataúd. Era más pesada de lo que imaginaba. Ahí estaba ella, con las manos cruzadas sobre el pecho y un rosario enredado entre los dedos, su camisa celeste de encaje sin una arruga sobre el cuerpo y pálida, tan pálida que sintió deseos de vomitar. No había cristal sobre ella, los de la funeraria lo colocarían después. Se frotó los ojos y sacudió nuevamente la cabeza. Ella estaba sonriendo.
                – Hola Germán –, saludó sin dejar de sonreír. Sus ojos azules resaltaban aún más la palidez de sus ojeras. Germán suspiró.
                – Hola, Luz –, respondió a su vez. Ella soltó un quejido y se frotó el cuello con las manos blancas.
                – Este cajón no es muy cómodo, ¿sabes? –, comentó. Se detuvo de golpe y lo miró fijamente. – ¿Qué haces aquí? ¿Tú no estabas en Brasil?
                Germán arrastró una silla que estaba al lado de la puerta y se sentó. Ella se había incorporado y tamborileaba la superficie de madera con las uñas carcomidas. Nunca dejó de comerse las uñas.
                – Bueno, estaba ahí, pero me llamó la tía Carmen y me contó que…
                – Ah, que me había muerto.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Nadie preguntó si yo quería nacer

N. de A.: Perdón por la demora. Tuve un tiempo demasiado largo de relajo. Pero ahora vuelvo. Espero, como siempre, lo disfruten. 




Algo me dice que fui feliz. Que fui un espíritu, alma o un ser etéreo flotando sin cuerpo, o una conciencia diminuta prexistente determinada por el destino en una célula dentro del cuerpo de una mujer –quien sabe. Algo me dice, sin tener certeza en cualquier caso, que fui feliz, pero me arrancaron de lo que era y me metieron en el cuerpecito de un proyecto de persona. O tal vez fui nada, y comencé a existir con el choque improbable entre una célula de mujer y una célula de hombre.
Pero consideremos que en ninguno de esos casos hipotéticos se me preguntó si quería existir.
No me malinterpreten, no es esto una queja. Solo hago una reflexión. Nunca me preguntaron si quería ser mujer u hombre, si quería nacer chileno, francés o egipcio, si quería ser moreno, trigueño, albino o negro. Nadie me preguntó si quería ser.
Nunca preguntaron –al menos que yo recuerde– si quería nacer en este mundo, en este tiempo alocado en que uno come para vivir y vive para trabajar y trabaja para comer. Nunca preguntaron si quería nacer en un hogar como el mío.
No malinterpreten, no estoy malhablando de mis padres. Todo lo contrario. Estoy seguro que tuvieron siempre las mejores intenciones. Pero ellos tampoco preguntaron.
Fui lanzado al mundo desnudo, expuesto, llorando y confuso, confiando en que otro humano como yo me tomase, enseñase y protegiese de toda la maldita porquería que existe en este mundo, de todas las malas palabras que existen en el idioma como hambre, guerra, odio, envidia, burla, dolor.
Y tampoco olvidemos la neurociencia. ¿Cómo vamos a saber si una porquería de dos células y menos de un milisegundo de existencia quiere crecer y desarrollarse? Ni idea. Yo solo digo, no tengo las soluciones. Algún genio metaastromegafísico antropólogo resolverá esta cuestión en unos años, y esta injusticia terminará. No es que me esté quejando, por favor.
Pero bueno. Nadie preguntó y si lo hicieron no lo recuerdo. Estoy en este país, en este momento  exacto de la historia, y me pregunto cuál habría sido mi respuesta de haberse tomado alguien o algo el tiempo y esfuerzo de hacerme la famosa pregunta. Flores, gatos, pasteles dulces, voces alegres, risas enloquecidas, atardeceres, hacer el amor, nadar en un lago frío, leer a Benedetti, escuchar a un niño reír. Llantos, presidentes, caídas, pérdidas, guerra, hambruna, libros malos, coaching de autoayuda, tiempo escaso, tecnología inútil.
A lo mejor sería un ‘No, gracias’, pero existen los besos y el chocolate. A lo mejor un ‘Sí, por favor’, pero está de moda el abuso y el miedo. A lo mejor se trata de acojonarse y decidirse de una buena vez a vivir, de valentía, o de cobarde, o de lo que está en medio de ambas en que la respuesta es ‘Bueno, ya estamos aquí’.
A lo mejor se trata de probarlo una vez y evaluarlo luego, pero habría que asegurarse la posibilidad de retiro. O de vale otro.
Pero al final el asunto es así, no me preguntaron y ya es tarde o estoy muy viejo para arrepentirme. Si uno nace, ya fue; fuiste alguna vez nacido y exististe en el mundo, al menos por un momento. Quizás exististe antes de nacer, y ahí te quedaste, y Dios o alguien más sabrá cómo irás a leer esto que escribo.
El punto es  que nadie me preguntó si quería nacer, y tampoco, seguramente, me preguntarán cuándo o si quiero morir. 

lunes, 16 de julio de 2012

¡Pelusas!

Vio algo moverse y se giró, asustado. Una pelusa flotaba entre sus libros.

- ¡Pero qué estupidez! ¡Asustarme con una pelusa! -, exclamó riendo. La pelusa, enormemente ofendida, se arrojó sobre él y comenzó a devorarlo.





domingo, 1 de julio de 2012

Segunda vez


Yo llorando en una habitación, cabeza entre las manos, pero está la puerta abierta. Punto de descanso en este viaje. Puedo escucharla. 

- Anda -, le dice. Maximiliano no responde. Parece tan complicado como yo. Apoyado contra la pared, brazos cruzados, cabeza gacha, un pie sobre la silla de madera. Ella insiste. – Eres el único que puede darle todo… -, un segundo de duda. – Todo lo que necesita.

A Maximiliano no le gusta esto, desde donde estoy puedo verlo. ¿Quién es ella? Alguien que he visto, pero no conozco. Y Maximiliano no responde, incómodo. Punto de descanso en este viaje, ¿a dónde vamos? ¿Dónde diablos estamos?

- Dale, Maxi -, dice ella de nuevo. – Se siente mal, se siente pésimo, no seas así. Eres el único, no va a pasar nada malo.

Nos movemos. Ahora recuerdo, no es una habitación, es un tren, un vagón, y no hay nadie más conmigo. Estoy cansada, muy cansada. Es verdad, me siento mal, me siento pésimo. Su voz me llega de nuevo por la puerta entreabierta. Al final no era un punto de descanso.

- Maxi, por favor -, dice ahora con una mano sobre su hombro. Él suspira, descruza los brazos. Está por ceder. – Ayúdala.

- Ya para -, suelta Maximiliano, separándose pesadamente de la pared. – Si voy a entrar, voy solo, tú ándate. Al final ni te importa.

Sé que está preocupado por mí, sé que me quiere. Sé que le gusta cómo se siente mi cabello. Me pesa el cuerpo, no puedo moverme. Lo escucho venir, se hace eterno. ¿Por qué cedió? Lo que pasó no fue nada, pero me siento tan, tan mal. Mi celular no funciona, por mucho que marco tu número, no llama. Tampoco soy capaz de hablar. Me siento horrible, ¿por qué no contestas? ¿Por qué no estás aquí conmigo? No quiero, te juro que no quiero.

El tren da un salto y abre un poco más la puerta. No la veo a ella, pero Maximiliano está ahí. Cierra con suavidad y se acerca. Atardece, casi no hay luz. Alto, moreno, hombros anchos. Es guapísimo, pero está demasiado serio. Tal vez sea efecto de la luz.

¿Dónde estás? Sabes que a Maximiliano lo quiero, pero no así. Nunca así. Deberías ser tú quien se acerca, ¿por qué no estás aquí? No entiendo nada ni quiero entender. Maximiliano se sentó a mi lado sin un solo ruido. Quiero llorar hasta morirme. 

Maximiliano me aparta las manos de la cara y me sujeta del cuello. Es un movimiento que ya ha hecho antes. Una vez. Yo lo dejo, no tengo fuerzas para resistirme. Su mano está tibia, me envuelve la nuca, no me deja moverme. Acabo de darme cuenta de lo frío que está el vagón, y mentiría si dijera que no me agradó el calor de sus manos. Lenta, muy lentamente, me besa. Es algo que ya ha hecho antes. Una vez. Me vuelvo un poco, apenas para escapar de sus labios. No de nuevo. No quiero, te juro que no quiero, ¿dónde estás? Maximiliano me abraza, su calor me seca las lágrimas, y sorprendida, noto que él está temblando. O a lo mejor soy yo. Tú sabes que lo quiero, pero no así.

Pero me besa de nuevo, no hay lágrimas, no hay frío, y tampoco estás tú, como tampoco has estado en algún tiempo. Y de repente ya me siento un poco mejor.

sábado, 16 de junio de 2012

Especial Microcuentos, o Nunca Gané Santiago en 100 Palabras

Con motivo de mi reciente éxito en el Concurso de Microcuentos de las Jornadas de Diversidad Sexual de la Universidad de Chile 2012, les dejo algunos Microcuentos.
Espero los disfruten.
Tengan una maravillosa vida.



No puede donar

“¿Carlos Molina?”. Leo se incorporó. “Es de Osorno. Su familia está allá”. El doctor se acercó y preguntó cómo conocía a Molina. “Soy su pareja”, respondió. “El choque fue feo, pero estará bien. Hay que pedir más sangre…”. Leo se arremangó. “¡Yo dono! Soy dador universal”. “No puedes”, interrumpió, entregándole un folleto con cara de culpa. “Lo siento”, dijo el doctor al marcharse. Empezó a leer. Usted también léalo, donde dice No puedo donar sangre si soy hombre y he tenido relaciones sexuales con otros hombres. Leo se sentó. Esperó un momento, guardó el folleto y se secó las lágrimas. 


- Concurso de Microcuentos de las Jornadas de Diversidad Sexual de la Universidad de Chile 2012.




Hombre higiénico

Comenzó a bajar la escalera observando sus zapatos nuevos, pero para no gastarlos, se los sacó. Para no ensuciar los calcetines, también se los sacó. Como no quería mancharse la piel, se sacó los pies, luego los tobillos. Imposible ensuciarse, además, las rodillas, así que se las sacó, seguidas de las nalgas, el torso y el pecho. Después de veinte escalones, no quedaba nada. 



El cochino

Julián se terminó el chocolito, enrolló el envoltorio en el palito y lo tiró al basurero.  Cayó afuera. ‘¡Oye, tú! ¡El cochino!’, gritó alguien. Julián se giró a tiempo para ver al basurero abalanzándose sobre él con diminutos puños de plástico. PAF, canillas, PAF, nariz, PAF, estómago. Cayó al suelo y se abrazó las rodillas, PAF, patada, PAF, auch. El basurero se sacudió las manos, tomó el papel del chocolito y se lo tragó, volviendo a su lugar y escondiendo las manitos en la espalda. Julián se incorporó, miró a su alrededor asustado, y salió corriendo. 



Diez

El viejo puso una mano sobre la caja, ceñudo tras la ventanilla. El joven, de pie a cinco pasos, metió la mano al bolsillo muy, muy lentamente, sin dejar de mirarlo. Una gota de sudor cayó sobre el cuello de su camisa. El viejo se paró y abrió la caja, pero el joven fue más rápido. Sacó la mano del bolsillo y se lanzó sobre la ventanilla. Entre los dedos, un billete de diez mil pesos. Ojos enormes de terror, el viejo kioskero miró la caja con sus míseras ocho monedas. ‘Déme un frugelé’, lo fulminó el joven estudiante.




domingo, 3 de junio de 2012

Al agua


Antología Taller de Cuentos Universidad Finis Terrae, 2009  

          Desde hacía una hora el mentiroso estaba en la terraza. Tenía el cuerpo envuelto con sus manitos, el ceño fruncido, fingiendo que no escuchaba a nadie.

          –¿Quién lo hizo, Ptolomeo? –preguntó la mujer, los brazos cruzados sobre el pecho.
          –Yo no fui.
          Las paredes que fueron blancas se habían quedado en silencio, vistiendo rayas de colores.
          –Ptolomeo, ¿quién fue? –repitió la mujer, haciendo rebotar el zapato sobre el suelo de madera.
          –Yo no fui.
          La mujer se mordió el labio e indicó las paredes manchadas. El niño pareció encogerse mientras miraba de reojo al muñeco de peluche en medio del pasillo. 
          –Ptolomeo, eras el único que estaba en la casa; yo te vi con el plumón en la mano –insistió la mujer, observando al hijo que rehuía su mirada–. ¿Quién fue?
          –Yo no fui; fue el tigre.
          La mujer se quedó un segundo con la boca abierta, el dedo colgando, indicando un punto vacío en el espacio. El niño volvió a mirar al peluche de rayas, tirado en el pasillo, mientras la mujer estallaba en carcajadas.
          Ptolomeo se había quedado quieto, la boca rígida, sin apartar la mirada. Le habría gustado patear al muñeco fuera de la ventana. No le encontraba el chiste.


          Ptolomeo escuchaba las palabras de sus padres, ahogadas por la puerta de la terraza.
          –¿Cómo que se lo enchufó al canario? –preguntó el padre, observándolo. La mujer aún reía mientras le explicaba.
          –Después de que me dijo lo del tigre, se fue corriendo a la pieza, agarró todos los peluches de tigres y leones, incluso ese puma gigante que le regaló tu hermana el año pasado, y los llevó a… los llevó… los…
          La risa le impidió continuar, con lo que Ptolomeo hundió más aun el rostro entre sus brazos. Conocía la frase que seguía a esas palabras. Los metió en la jaula del canario: leones y tigres. Y un puma. Su madre había rescatado al asfixiado pajarito justo a tiempo, desternillándose de la risa.
          –¿Y qué hacemos con él? –preguntó su padre. Ptolomeo no intentó oír la respuesta. Se frotó los ojos, era suficiente. Mirando por sobre el hombro, se deslizó hasta la ventana de la cocina y trepó sin hacer ruido. Cayó sobre la lavadora y avanzó lentamente, cruzando el pasillo y entrando a su habitación, desde donde las voces de sus padres llegaban ahogadas y vacías.
          Siete pares de ojos negros lo miraban.
          –Llegó el chistosito –masculló el león de corbata, sin soltar el libro que leía. Ptolomeo lo fulminó con la mirada. Ese león había desatornillado las tuercas de su somier hacía una semana.
          El puma soltó un gruñido bajo las sábanas. Siempre le robaba el lecho.
          –A mí el pajarito me cayó bien –soltó con sorna el tigre, las manos manchadas de plumón. Ptolomeo lo miró fijamente. Nunca antes se habían aventurado fuera de la habitación; él había sido el primero. Lo encontró en el pasillo, creando ciudadelas en las paredes. Luego de una encarnizada lucha, le había arrebatado el plumón, pero entonces había llegado su madre.
          Se sintió enrojecer al recordar cómo se había hecho el muerto.
          –Parecíamos sardinas –murmuró el otro león, el que solía esconderle los zapatos.
          –¿Pa’ qué, chiquillo? Si son bromas…
          –Dale, si no hacía falta…
          –Cállense –interrumpió Ptolomeo, cerrando la puerta y demorándose un poco en ella. Estaba temblando, ocultaba el rostro bajo sus rizos. Los animales se miraron entre ellos–. Cállense.
          Y sin decir otra palabra, tomó su mochila y se abalanzó sobre ellos.
          –¡Hey, se puso violento!
          –¡Córrete, pelado, que me va a…!
          –¡No!
          –¡Cerró la puerta con llave!
          –¡Mi cola!
          ¡Ayuda! –exclamaron todos, formando un caótico canon. Ptolomeo corrió el cierre con decisión y apretó la mochila contra su estómago, jadeando. Sus padres seguían hablando en el comedor. Le pateaban el vientre y los antebrazos, pero no los soltó. Con pasos de niño, se escabulló por detrás de sus padres y llegó a la puerta, sujetando la mochila con fuerza. Una voz ahogada escapó de ella.
          –¡Pst, Ptolomeo! Estábamos pensando… ¿no podríamos conversar esto?
          –Cállate –le cortó con un siseo, girando la manija y saliendo del apartamento. Bajó las escaleras a saltos, abrió la puerta de cristal y echó a correr. Le dolían los hombros por el peso de la mochila.
          –¡Niño, suéltanos! –gritó el puma, dejando escapar un maullido poco masculino. Ptolomeo siguió caminando y de repente se detuvo–. ¡¿Dónde nos llevas?!
          –¿Esto es agua? –susurró el león de corbata. Se quedaron en silencio un segundo, quietos, intentando escuchar.
          – ¡Es agua, cabros!
          –¡El chiquillo nos tiró al río!
          –¡Ptolomeo, vuelve!
          –¡Ptolomeo!
          –¡Perdona, chiquillo!
          –¡¿Ptolomeo?! ¿Ptolomeo?
          –¡PTOLOMEO!


          El domingo por la mañana sus piecitos tocaron la alfombra al salir de la cama.
          –¿Tienes frío? –le preguntó el oso de peluche, abrazándolo mientras bostezaba. Ptolomeo le dio unos golpecitos en la cabeza.
          –No, no tengo frío. 




Basado en una historia real.