domingo, 30 de septiembre de 2012

Pecado por omisión - Parte II


               [...]

             Germán arrastró una silla que estaba al lado de la puerta y se sentó. Ella se había incorporado y tamborileaba la superficie de madera con las uñas carcomidas. Nunca dejó de comerse las uñas.
             – Bueno, estaba ahí, pero me llamó la tía Carmen y me contó que…             
             – Ah, que me había muerto –, le interrumpió con una mueca sardónica. Germán se mordió los labios. – Perdona si te saqué del trabajo, seguramente estaba bueno.
             – Te leí mi charla, ¿no te acuerdas?
             – ¿Estaba? –, preguntó levantando la ceja. Germán bufó y se rascó la cabeza. En ese momento estaba saliendo de desintoxicación, pero no había una manera de decirlo, al menos, no delicadamente.
             – Estabas, pero creo que dormida –, mintió. Luz soltó una carcajada y negó con la cabeza. – ¿Tomaste… te preocupaste de tomar el medicamento esa semana?
             Lo dijo con reproche. Luz comenzó a balancearse de atrás hacia delante, mordiéndose el labio como una niña haciendo algo malo. Germán supo la respuesta antes de que ella la pronunciara.
             – La tía Carmen creía que sí.
             Él se incorporó, exasperado, y comenzó a caminar en línea recta, ida y vuelta por la habitación. Ella burlando a todos, y él, el único que sabía cómo controlarla, lejos, al otro lado del continente, hablando a la comunidad siquiátrica de los enfermos bipolares, que no hay que dejarlos solos, que caen en drogas, en episodios maníacos, en todos tipo de excesos, que no hay que confiar en lo que dicen de buenas a primeras, ni en lo que hacen, ni en lo que comen, que hay cosas que permiten controlarlos, estabilizarlos, manejarlos, que no hay que dejarlos solos.
             Que hay que cuidarlos.
             – Te pedí… te pedí que te cuidaras…
             Luz soltó un bufido que sonó igual que el de su hermano.
             – Mi hermanito doctor, siempre tan preocupado de mí. Sí, por eso, precisamente, soy yo la que está viva: porque mi hermanito se preocupa tanto por mí –, soltó con cuanta ironía fue capaz de reunir. Germán se detuvo como si hubiese recibido una descarga y la observó con los ojos humedecidos. Luz no quitaba la sonrisa.
             – No fue mi culpa.
             – No –, admitió ella. – No lo fue. Pero pecaste de omisión.
             Volvió la vista hacia la ventana, un chorro de sol iluminando sus cabellos negros y tijereteados, el funerario no había logrado adecentarlos del todo. Germán se acercó y colocó ambas manos en el borde del cajón.
             – Lo siento mucho, Lucy –, susurró. Ella se giró, sin sonreír.
             – Tengo miedo, Germán. Te quería conmigo, pero no estabas –, confesó en un hilo de voz. Él le puso un mechón de pelo tras la oreja. Estaba muy fría. – No sé si me suicidé, ¿lo sabes tú?
             Germán la observó fijamente. Había marcas en sus muñecas, heridas en su organismo, drogas en su sangre. Había razones cruzando por su mente. Había una certeza. Lo sabía, ¿y qué le costaba a la tía Carmen convencerse de lo contrario? Sus ojos azules lo atravesaban. Él no los heredó, y de alguna manera, siempre la envidió por ellos. Pero hoy no. Hoy solo la echaba de menos. El daño ya estaba hecho. No era capaz de seguir haciéndola sufrir.
             – No, Lucecita. Se te olvidó apagar el piloto del calefón –, mintió. Con toda la fuerza que fue capaz de reunir, mintió. Ella sonrió y reposó la cabeza sobre el encaje de la almohada. – Vas a estar bien. 
             – Te voy a echar de menos –, le dijo seriamente. Él sonrió.
             – Yo también, hermanita.
             – ¿Nos vemos por ahí?
             Germán demoró un poco la respuesta, indeciso. Afuera se oía un murmullo. Tal vez los de la funeraria acababan de llegar.
             – Por supuesto –, repuso acariciando su cabeza. Se veía hermosa, tan hermosa, tan pequeña y tan pálida. – Adiós.
             – Chau, Germán.
             Él la besó en la frente helada y cerró el cajón. Lo último que vio fueron sus manos cruzándose sobre el pecho, enroscando el rosario como una pequeña culebrita. Él temblaba. Se arrodilló a un lado y presionó la cabeza contra el ataúd, tan frío como el cuerpo que contenía. Perdóname, hermana, pensó al incorporarse y dirigirse a la puerta. Perdóname por todo.
             Germán salió y nuevamente, la habitación quedó en silencio.
                

domingo, 23 de septiembre de 2012

Pecado por omisión - Parte I


[Dividido en dos partes para comodidad del lector]

                El sacerdote se persignó e inclinó la cabeza con una parsimonia que bastó para aliviar un poco la bola de goma que Germán tenía en la garganta. Soltó un suspiró y cerró la carpeta descolorida que llevaba entre las manos.
                – Vamos a partir con la adoración al Santísimo, mientras llega la gente. Luego del servicio nos vamos en carroza al cementerio –, masculló el hombre, tocándose el collarín blanco. Germán asintió con la cabeza un tanto ausente, fija la mirada en el ataúd.
                – Muchas gracias, padre Pablo –, dijo extendiendo la mano y estrechándosela con fuerza. Tenía las manos resecas, y el otro, muy húmedas. – Ahora, si no le importa, desearía un momento a solas.
                El sacerdote asintió con la cabeza y salió de la habitación, cerrando la puerta. Germán no se movió del lugar. Apestaba a claveles y a mirra, una luz mortecina entraba por el cristal sucio de la ventana. No podía evitar la sensación de pánico que le atenazaba la garganta junto con las ganas de llorar. Sin embargo, el ataúd estaba ahí, cerrado pero sin seguro, y una fuerza le pedía, no, más que eso; lo impelía a abrirlo. Miró a su alrededor; las luces le jugaban una mala pasada con sus destellos y sus risillas, viendo cosas donde no las había, moviendo cuerpos donde no los había, dibujando rostros ya muertos.
                Tragó saliva. No había suspendido su charla en el Congreso en Sao Paulo y viajado siete horas en un asiento de tercera sin poder conciliar el sueño para no despedirse de ella. En el avión apenas si pudo comer, las palabras de la tía Carmen cuando lo llamó le taladraban los oídos con la fuerza de las turbinas.
                No se dio cuenta. Revisaron, pero el gas se quedó abierto. Prendió mal el calefón, el detective no encontró ningún motivo para pensar que era un suicidio. Se durmió en la tina, como un angelito…
                La palabra suicidio estaba escrita en tres dimensiones dentro de su mente, un letrero, subtítulos de película muda. Se demoró un segundo en responderle a la tía Carmen.
                Voy para allá. Tomo el vuelo de las doce y cuarto y llego en la mañana. Tengo el auto en el aeropuerto.
                Por el auricular se oían hipeos y llantos ahogados, seguramente la tía hablaba desde el comedor. Ella le agradeció, él se despidió secamente y colgó el teléfono con más fuerza de la necesaria. Su asistente lo quedó viendo con preocupación a través de sus anteojos.
                – Se murió mi hermana, señorita Rojas –, susurró a su asistente. En ese momento supo que ya lo había aceptado.
                Sacudió la cabeza con fuerza y levantó la tapa del ataúd. Era más pesada de lo que imaginaba. Ahí estaba ella, con las manos cruzadas sobre el pecho y un rosario enredado entre los dedos, su camisa celeste de encaje sin una arruga sobre el cuerpo y pálida, tan pálida que sintió deseos de vomitar. No había cristal sobre ella, los de la funeraria lo colocarían después. Se frotó los ojos y sacudió nuevamente la cabeza. Ella estaba sonriendo.
                – Hola Germán –, saludó sin dejar de sonreír. Sus ojos azules resaltaban aún más la palidez de sus ojeras. Germán suspiró.
                – Hola, Luz –, respondió a su vez. Ella soltó un quejido y se frotó el cuello con las manos blancas.
                – Este cajón no es muy cómodo, ¿sabes? –, comentó. Se detuvo de golpe y lo miró fijamente. – ¿Qué haces aquí? ¿Tú no estabas en Brasil?
                Germán arrastró una silla que estaba al lado de la puerta y se sentó. Ella se había incorporado y tamborileaba la superficie de madera con las uñas carcomidas. Nunca dejó de comerse las uñas.
                – Bueno, estaba ahí, pero me llamó la tía Carmen y me contó que…
                – Ah, que me había muerto.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Nadie preguntó si yo quería nacer

N. de A.: Perdón por la demora. Tuve un tiempo demasiado largo de relajo. Pero ahora vuelvo. Espero, como siempre, lo disfruten. 




Algo me dice que fui feliz. Que fui un espíritu, alma o un ser etéreo flotando sin cuerpo, o una conciencia diminuta prexistente determinada por el destino en una célula dentro del cuerpo de una mujer –quien sabe. Algo me dice, sin tener certeza en cualquier caso, que fui feliz, pero me arrancaron de lo que era y me metieron en el cuerpecito de un proyecto de persona. O tal vez fui nada, y comencé a existir con el choque improbable entre una célula de mujer y una célula de hombre.
Pero consideremos que en ninguno de esos casos hipotéticos se me preguntó si quería existir.
No me malinterpreten, no es esto una queja. Solo hago una reflexión. Nunca me preguntaron si quería ser mujer u hombre, si quería nacer chileno, francés o egipcio, si quería ser moreno, trigueño, albino o negro. Nadie me preguntó si quería ser.
Nunca preguntaron –al menos que yo recuerde– si quería nacer en este mundo, en este tiempo alocado en que uno come para vivir y vive para trabajar y trabaja para comer. Nunca preguntaron si quería nacer en un hogar como el mío.
No malinterpreten, no estoy malhablando de mis padres. Todo lo contrario. Estoy seguro que tuvieron siempre las mejores intenciones. Pero ellos tampoco preguntaron.
Fui lanzado al mundo desnudo, expuesto, llorando y confuso, confiando en que otro humano como yo me tomase, enseñase y protegiese de toda la maldita porquería que existe en este mundo, de todas las malas palabras que existen en el idioma como hambre, guerra, odio, envidia, burla, dolor.
Y tampoco olvidemos la neurociencia. ¿Cómo vamos a saber si una porquería de dos células y menos de un milisegundo de existencia quiere crecer y desarrollarse? Ni idea. Yo solo digo, no tengo las soluciones. Algún genio metaastromegafísico antropólogo resolverá esta cuestión en unos años, y esta injusticia terminará. No es que me esté quejando, por favor.
Pero bueno. Nadie preguntó y si lo hicieron no lo recuerdo. Estoy en este país, en este momento  exacto de la historia, y me pregunto cuál habría sido mi respuesta de haberse tomado alguien o algo el tiempo y esfuerzo de hacerme la famosa pregunta. Flores, gatos, pasteles dulces, voces alegres, risas enloquecidas, atardeceres, hacer el amor, nadar en un lago frío, leer a Benedetti, escuchar a un niño reír. Llantos, presidentes, caídas, pérdidas, guerra, hambruna, libros malos, coaching de autoayuda, tiempo escaso, tecnología inútil.
A lo mejor sería un ‘No, gracias’, pero existen los besos y el chocolate. A lo mejor un ‘Sí, por favor’, pero está de moda el abuso y el miedo. A lo mejor se trata de acojonarse y decidirse de una buena vez a vivir, de valentía, o de cobarde, o de lo que está en medio de ambas en que la respuesta es ‘Bueno, ya estamos aquí’.
A lo mejor se trata de probarlo una vez y evaluarlo luego, pero habría que asegurarse la posibilidad de retiro. O de vale otro.
Pero al final el asunto es así, no me preguntaron y ya es tarde o estoy muy viejo para arrepentirme. Si uno nace, ya fue; fuiste alguna vez nacido y exististe en el mundo, al menos por un momento. Quizás exististe antes de nacer, y ahí te quedaste, y Dios o alguien más sabrá cómo irás a leer esto que escribo.
El punto es  que nadie me preguntó si quería nacer, y tampoco, seguramente, me preguntarán cuándo o si quiero morir.