[Dividido en dos partes para comodidad del lector]
El sacerdote se persignó e
inclinó la cabeza con una parsimonia que bastó para aliviar un poco la bola de
goma que Germán tenía en la garganta. Soltó un suspiró y cerró la carpeta
descolorida que llevaba entre las manos.
– Vamos a partir con la
adoración al Santísimo, mientras llega la gente. Luego del servicio nos vamos
en carroza al cementerio –, masculló el hombre, tocándose el collarín blanco.
Germán asintió con la cabeza un tanto ausente, fija la mirada en el ataúd.
– Muchas gracias, padre Pablo –,
dijo extendiendo la mano y estrechándosela con fuerza. Tenía las manos resecas,
y el otro, muy húmedas. – Ahora, si no le importa, desearía un momento a solas.
El sacerdote asintió con la cabeza
y salió de la habitación, cerrando la puerta. Germán no se movió del lugar.
Apestaba a claveles y a mirra, una luz mortecina entraba por el cristal sucio
de la ventana. No podía evitar la sensación de pánico que le atenazaba la
garganta junto con las ganas de llorar. Sin embargo, el ataúd estaba ahí,
cerrado pero sin seguro, y una fuerza le pedía, no, más que eso; lo impelía a
abrirlo. Miró a su alrededor; las luces le jugaban una mala pasada con sus
destellos y sus risillas, viendo cosas donde no las había, moviendo cuerpos
donde no los había, dibujando rostros ya muertos.
Tragó saliva. No había
suspendido su charla en el Congreso en Sao Paulo y viajado siete horas en un
asiento de tercera sin poder conciliar el sueño para no despedirse de ella. En
el avión apenas si pudo comer, las palabras de la tía Carmen cuando lo llamó le
taladraban los oídos con la fuerza de las turbinas.
No se dio cuenta. Revisaron,
pero el gas se quedó abierto. Prendió mal el calefón, el detective no encontró
ningún motivo para pensar que era un suicidio. Se durmió en la tina, como un
angelito…
La palabra suicidio estaba escrita en tres dimensiones dentro de su mente, un
letrero, subtítulos de película muda. Se demoró un segundo en responderle a la
tía Carmen.
Voy para allá. Tomo el vuelo de las doce y cuarto y llego en la mañana.
Tengo el auto en el aeropuerto.
Por el auricular se oían hipeos
y llantos ahogados, seguramente la tía hablaba desde el comedor. Ella le
agradeció, él se despidió secamente y colgó el teléfono con más fuerza de la
necesaria. Su asistente lo quedó viendo con preocupación a través de sus
anteojos.
– Se murió mi hermana, señorita
Rojas –, susurró a su asistente. En ese momento supo que ya lo había aceptado.
Sacudió la cabeza con fuerza y
levantó la tapa del ataúd. Era más pesada de lo que imaginaba. Ahí estaba ella,
con las manos cruzadas sobre el pecho y un rosario enredado entre los dedos, su
camisa celeste de encaje sin una arruga sobre el cuerpo y pálida, tan pálida
que sintió deseos de vomitar. No había cristal sobre ella, los de la funeraria
lo colocarían después. Se frotó los ojos y sacudió nuevamente la cabeza. Ella
estaba sonriendo.
– Hola Germán –, saludó sin
dejar de sonreír. Sus ojos azules resaltaban aún más la palidez de sus ojeras.
Germán suspiró.
– Hola, Luz –, respondió a su
vez. Ella soltó un quejido y se frotó el cuello con las manos blancas.
– Este cajón no es muy cómodo,
¿sabes? –, comentó. Se detuvo de golpe y lo miró fijamente. – ¿Qué haces aquí?
¿Tú no estabas en Brasil?
Germán arrastró una silla que
estaba al lado de la puerta y se sentó. Ella se había incorporado y
tamborileaba la superficie de madera con las uñas carcomidas. Nunca dejó de
comerse las uñas.
– Bueno, estaba ahí, pero me
llamó la tía Carmen y me contó que…
– Ah, que me había muerto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario