domingo, 23 de septiembre de 2012

Pecado por omisión - Parte I


[Dividido en dos partes para comodidad del lector]

                El sacerdote se persignó e inclinó la cabeza con una parsimonia que bastó para aliviar un poco la bola de goma que Germán tenía en la garganta. Soltó un suspiró y cerró la carpeta descolorida que llevaba entre las manos.
                – Vamos a partir con la adoración al Santísimo, mientras llega la gente. Luego del servicio nos vamos en carroza al cementerio –, masculló el hombre, tocándose el collarín blanco. Germán asintió con la cabeza un tanto ausente, fija la mirada en el ataúd.
                – Muchas gracias, padre Pablo –, dijo extendiendo la mano y estrechándosela con fuerza. Tenía las manos resecas, y el otro, muy húmedas. – Ahora, si no le importa, desearía un momento a solas.
                El sacerdote asintió con la cabeza y salió de la habitación, cerrando la puerta. Germán no se movió del lugar. Apestaba a claveles y a mirra, una luz mortecina entraba por el cristal sucio de la ventana. No podía evitar la sensación de pánico que le atenazaba la garganta junto con las ganas de llorar. Sin embargo, el ataúd estaba ahí, cerrado pero sin seguro, y una fuerza le pedía, no, más que eso; lo impelía a abrirlo. Miró a su alrededor; las luces le jugaban una mala pasada con sus destellos y sus risillas, viendo cosas donde no las había, moviendo cuerpos donde no los había, dibujando rostros ya muertos.
                Tragó saliva. No había suspendido su charla en el Congreso en Sao Paulo y viajado siete horas en un asiento de tercera sin poder conciliar el sueño para no despedirse de ella. En el avión apenas si pudo comer, las palabras de la tía Carmen cuando lo llamó le taladraban los oídos con la fuerza de las turbinas.
                No se dio cuenta. Revisaron, pero el gas se quedó abierto. Prendió mal el calefón, el detective no encontró ningún motivo para pensar que era un suicidio. Se durmió en la tina, como un angelito…
                La palabra suicidio estaba escrita en tres dimensiones dentro de su mente, un letrero, subtítulos de película muda. Se demoró un segundo en responderle a la tía Carmen.
                Voy para allá. Tomo el vuelo de las doce y cuarto y llego en la mañana. Tengo el auto en el aeropuerto.
                Por el auricular se oían hipeos y llantos ahogados, seguramente la tía hablaba desde el comedor. Ella le agradeció, él se despidió secamente y colgó el teléfono con más fuerza de la necesaria. Su asistente lo quedó viendo con preocupación a través de sus anteojos.
                – Se murió mi hermana, señorita Rojas –, susurró a su asistente. En ese momento supo que ya lo había aceptado.
                Sacudió la cabeza con fuerza y levantó la tapa del ataúd. Era más pesada de lo que imaginaba. Ahí estaba ella, con las manos cruzadas sobre el pecho y un rosario enredado entre los dedos, su camisa celeste de encaje sin una arruga sobre el cuerpo y pálida, tan pálida que sintió deseos de vomitar. No había cristal sobre ella, los de la funeraria lo colocarían después. Se frotó los ojos y sacudió nuevamente la cabeza. Ella estaba sonriendo.
                – Hola Germán –, saludó sin dejar de sonreír. Sus ojos azules resaltaban aún más la palidez de sus ojeras. Germán suspiró.
                – Hola, Luz –, respondió a su vez. Ella soltó un quejido y se frotó el cuello con las manos blancas.
                – Este cajón no es muy cómodo, ¿sabes? –, comentó. Se detuvo de golpe y lo miró fijamente. – ¿Qué haces aquí? ¿Tú no estabas en Brasil?
                Germán arrastró una silla que estaba al lado de la puerta y se sentó. Ella se había incorporado y tamborileaba la superficie de madera con las uñas carcomidas. Nunca dejó de comerse las uñas.
                – Bueno, estaba ahí, pero me llamó la tía Carmen y me contó que…
                – Ah, que me había muerto.

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