(Primer Lugar VI Interescolar de Cuentos en Español, Universidad Andrés Bello, año 2009)
– ¡Me estoy destiñendo! –, exclamó Andrés.
Las manos le escurrían con gotas de sudor escarlata. Su
rostro también, y sus brazos, y su cuello. Finalmente, el cuerpo entero.
Incluso la ropa destilaba gotas de pintura. Se alisó el cabello con las manos,
intentando comprender, pero tan solo se coloreó la piel de ese negro brillante
que tenía su pelo. Sus ojos lloraban lágrimas perladas de color café.
– ¡Me estoy destiñendo! –, insistió, mostrando sus manos
como testigos mudos a su acompañante. El otro, sin embargo, tan solo levantó la
mirada del diario lo suficiente como para ver las gotas que corrían por el
cuerpo de su amigo y acto seguido, volvió a fijarse en el titular, con un
suspiro.
– Interesante –, concedió, sin preocuparse de si Andrés
oía o no su respuesta. El muchacho avanzó hasta Rodolfo y lo cogió por las
muñecas.
– ¿Interesante? –, repitió, acercándose más aún al rostro
de su amigo. – ¡¿Interesante?! ¡¿Es todo lo que se te ocurre?! ¡ME ESTOY
DESTIÑENDO, POR LOS MIL DIABLOS!
Rodolfo no respondió nada, sino que se dedicó a
observarlo. Era verdad, se estaba quedando sin color. La nariz tan solo era una
sombra. Las pestañas parecían un par de telas de araña. Su mirada se fugó hasta
llegar a la ventana, y el vidrio también se desteñía, a pesar de que no tenía
color. Más allá, el horizonte parecía un óleo desordenado, una mancha
inconclusa de colores sin mezclar.
Por todas partes brotaban gotas y charcos de amarillo,
añil, burdeo y naranjo, pero el origen de los manantiales se quedaba seco,
vacío de toda luz.
– Eso es extraño –, farfulló Rodolfo. Andrés quiso
responder, pero lo interrumpió. – ¿Desde cuándo está pasando esto?
Andrés se desplomó sobre sus rodillas con un aullido semejante
al de un lobo herido. Temblaba; el mundo perdía su contorno. Era un universo de
tinta china, pero que no era negra, de cal que no era blanca. Un grito intentó
ascender por su cuello, pero se le había cerrado la garganta con el llanto.
– No... ¡NO! Esto no está ocurriendo, es imposible,…
imposible… –, susurró. Cada nueva palabra le quebraba más la voz. – Ayuda,… por
favor, Rodolfo, dime algo…
– Esto me recuerda un poema de Manuel Machado –, agregó
Rodolfo, reposando el mentón en un puño. Andrés dejó de temblar un minuto,
demasiado estupefacto como para recordar que debía sentir miedo. – “En
mi alma, hermana de la tarde, no hay contornos/ y la rosa simbólica de mi única
pasión/ es una flor que nace en tierras ignoradas/ y que no tiene aroma, ni forma,
ni color…”; tercera
estrofa de “Adelfos”. ¡Qué…!
–
¡RODOLFO! –, exclamó Andrés, incorporándose de un salto, los descoloridos ojos
húmedos de lágrimas, subiendo el tono un par de octavas. Este soltó el
periódico, impactado con el alarido. – ¿Cómo…? ¡¿Cómo puede preocuparte Manuel
Machado ahora?! ¡ME ESTOY DESTIÑENDO, EL MUNDO SE ESTÁ DESTIÑENDO!
–
Vamos, vamos, no hay necesidad de gritar –, lo detuvo Rodolfo. Andrés se
paralizó en el lugar con un aullido agudísimo, escurriéndole por los miembros
aún pequeñas fracciones de color. El otro se puso de pie y con pasos calmados,
corrió las cortinas y se acercó a Andrés, quien todavía hiperventilaba y sudaba
copiosamente. Le posó una mano en el hombro con calma, y le clavó los ojos
verdes en las pupilas empalidecidas.
–
Tú… tú no te destiñes –, balbuceó, notándolo por vez primera. Fingió que no lo
había escuchado.
–
Analicemos esto por un segundo –, comenzó Rodolfo, sosteniendo sus hombros con
una expresión beatífica dibujada en el rostro. – Todo esto que dices que te
está ocurriendo, ¿a qué se parece?
–
A una pesadilla –, repuso Andrés con un chillido.
–
Exacto; a un mal sueño. Es tan solo eso, Andrés –, añadió, guiándolo suavemente
hasta su habitación. – Vas a ver que mañana cuando te despiertes para ir a la
universidad no habrá pasado nada, absolutamente nada.
–
Entonces, ¿no me estoy destiñendo, el mundo no se está destiñendo? –, preguntó
Andrés, cayendo como un saco sobre su cama deshecha. – Pero, ¿cómo es eso de
que…?
–
Shh –, le interrumpió Rodolfo, cerrándole la boca con una mano, sin demasiada
delicadeza. Lo empujó hasta que, sin dar muestras de resistencia, se recostó sobre el lecho. –Ya vas a ver,
Andrés. Tú duérmete, verás que no pasa nada.
“Nada
de nada”, pensó mientras abandonaba la habitación y cerraba la puerta sin hacer
ruido. Se dejó caer contra la pared y se deslizó hasta tocar el suelo con las
piernas extendidas. Un suspiro cansino abandonó sus labios, y sus dedos
masajearon sus sienes adoloridas. Al menos mañana, cuando despertara, Andrés
pensaría que todo había sido un sueño.
Fue
hasta la ventana y apartó la cortina con un dedo. Las calles estaban opacas, y
ninguno de los transeúntes tenía una sola pizca de color en su cuerpo. Además,
todo estaba en silencio, no había un solo ruido. Al parecer, junto con el color
también se había marchado la música.
Soltó
la cortina y un último suspiro. Estaba cansado, tan cansado…
Esperó
un par de segundos insuficientes antes de agarrar sin ganas su estuche de
acuarelas, con el que se disponía a pintar, como todas las noches, un mundo que
se desteñía cuando llegaba el ocaso.