lunes, 30 de abril de 2012

Marca de Agua


(Primer Lugar VI Interescolar de Cuentos en Español, Universidad Andrés Bello, año 2009) 


          – ¡Me estoy destiñendo! –, exclamó Andrés.
            Las manos le escurrían con gotas de sudor escarlata. Su rostro también, y sus brazos, y su cuello. Finalmente, el cuerpo entero. Incluso la ropa destilaba gotas de pintura. Se alisó el cabello con las manos, intentando comprender, pero tan solo se coloreó la piel de ese negro brillante que tenía su pelo. Sus ojos lloraban lágrimas perladas de color café.
            – ¡Me estoy destiñendo! –, insistió, mostrando sus manos como testigos mudos a su acompañante. El otro, sin embargo, tan solo levantó la mirada del diario lo suficiente como para ver las gotas que corrían por el cuerpo de su amigo y acto seguido, volvió a fijarse en el titular, con un suspiro.
            – Interesante –, concedió, sin preocuparse de si Andrés oía o no su respuesta. El muchacho avanzó hasta Rodolfo y lo cogió por las muñecas.
            – ¿Interesante? –, repitió, acercándose más aún al rostro de su amigo. – ¡¿Interesante?! ¡¿Es todo lo que se te ocurre?! ¡ME ESTOY DESTIÑENDO, POR LOS MIL DIABLOS!
            Rodolfo no respondió nada, sino que se dedicó a observarlo. Era verdad, se estaba quedando sin color. La nariz tan solo era una sombra. Las pestañas parecían un par de telas de araña. Su mirada se fugó hasta llegar a la ventana, y el vidrio también se desteñía, a pesar de que no tenía color. Más allá, el horizonte parecía un óleo desordenado, una mancha inconclusa de colores sin mezclar.
            Por todas partes brotaban gotas y charcos de amarillo, añil, burdeo y naranjo, pero el origen de los manantiales se quedaba seco, vacío de toda luz.
            – Eso es extraño –, farfulló Rodolfo. Andrés quiso responder, pero lo interrumpió. – ¿Desde cuándo está pasando esto?
            Andrés se desplomó sobre sus rodillas con un aullido semejante al de un lobo herido. Temblaba; el mundo perdía su contorno. Era un universo de tinta china, pero que no era negra, de cal que no era blanca. Un grito intentó ascender por su cuello, pero se le había cerrado la garganta con el llanto.
            – No... ¡NO! Esto no está ocurriendo, es imposible,… imposible… –, susurró. Cada nueva palabra le quebraba más la voz. – Ayuda,… por favor, Rodolfo, dime algo…
            – Esto me recuerda un poema de Manuel Machado –, agregó Rodolfo, reposando el mentón en un puño. Andrés dejó de temblar un minuto, demasiado estupefacto como para recordar que debía sentir miedo. – “En mi alma, hermana de la tarde, no hay contornos/ y la rosa simbólica de mi única pasión/ es una flor que nace en tierras ignoradas/ y que no tiene aroma, ni forma, ni color…”; tercera estrofa de “Adelfos”. ¡Qué…!
            – ¡RODOLFO! –, exclamó Andrés, incorporándose de un salto, los descoloridos ojos húmedos de lágrimas, subiendo el tono un par de octavas. Este soltó el periódico, impactado con el alarido. – ¿Cómo…? ¡¿Cómo puede preocuparte Manuel Machado ahora?! ¡ME ESTOY DESTIÑENDO, EL MUNDO SE ESTÁ DESTIÑENDO!
            – Vamos, vamos, no hay necesidad de gritar –, lo detuvo Rodolfo. Andrés se paralizó en el lugar con un aullido agudísimo, escurriéndole por los miembros aún pequeñas fracciones de color. El otro se puso de pie y con pasos calmados, corrió las cortinas y se acercó a Andrés, quien todavía hiperventilaba y sudaba copiosamente. Le posó una mano en el hombro con calma, y le clavó los ojos verdes en las pupilas empalidecidas.
            – Tú… tú no te destiñes –, balbuceó, notándolo por vez primera. Fingió que no lo había escuchado.
            – Analicemos esto por un segundo –, comenzó Rodolfo, sosteniendo sus hombros con una expresión beatífica dibujada en el rostro. – Todo esto que dices que te está ocurriendo, ¿a qué se parece?
            – A una pesadilla –, repuso Andrés con un chillido.
            – Exacto; a un mal sueño. Es tan solo eso, Andrés –, añadió, guiándolo suavemente hasta su habitación. – Vas a ver que mañana cuando te despiertes para ir a la universidad no habrá pasado nada, absolutamente nada.
            – Entonces, ¿no me estoy destiñendo, el mundo no se está destiñendo? –, preguntó Andrés, cayendo como un saco sobre su cama deshecha. – Pero, ¿cómo es eso de que…?
            – Shh –, le interrumpió Rodolfo, cerrándole la boca con una mano, sin demasiada delicadeza. Lo empujó hasta que, sin dar muestras de resistencia,  se recostó sobre el lecho. –Ya vas a ver, Andrés. Tú duérmete, verás que no pasa nada.
            “Nada de nada”, pensó mientras abandonaba la habitación y cerraba la puerta sin hacer ruido. Se dejó caer contra la pared y se deslizó hasta tocar el suelo con las piernas extendidas. Un suspiro cansino abandonó sus labios, y sus dedos masajearon sus sienes adoloridas. Al menos mañana, cuando despertara, Andrés pensaría que todo había sido un sueño.
            Fue hasta la ventana y apartó la cortina con un dedo. Las calles estaban opacas, y ninguno de los transeúntes tenía una sola pizca de color en su cuerpo. Además, todo estaba en silencio, no había un solo ruido. Al parecer, junto con el color también se había marchado la música.
            Soltó la cortina y un último suspiro. Estaba cansado, tan cansado…
            Esperó un par de segundos insuficientes antes de agarrar sin ganas su estuche de acuarelas, con el que se disponía a pintar, como todas las noches, un mundo que se desteñía cuando llegaba el ocaso. 

lunes, 23 de abril de 2012

Fuera de programa: Día del libro.

Gente toda, espero que este día los encuentre felices. Esta entrada puede que no tenga mucho que ver con el día que celebramos, pero rescata aquello que yo veo en las historias y la palabra escrita: ilusiones. Deseos. 
Les ofrezco al Artista. 
Sepan disfrutarlo. 





El Artista

        Era un hombre de madera y cordel rojo. Era una marioneta sin cuerdas, sin dueño, sin rostro, sin piel ni corazón. Era un muñeco articulado a tamaño natural, de cabello rubio y mejillas sonrojadas. Era una contradicción constante.
       Era delgado y de largos dedos, y llevaba encima una camiseta desteñida con grandes cortes de color y un pañuelo azul en el cuello que se le enredaba con los pinceles cuando pintaba.
        Era el Artista. Era un ser extraño que usaba sombrero de copa con cinta azul y se las pasaba dibujando.
          Era considerado un peligro, una anomalía, una extrañeza. Era un cuerpo de madera con conciencia de hombre de verdad. Era una explosión de color y luz cuando pintaba, y creaba mundos y maravillas por capricho. Era un travieso, un prófugo incansable, pues no existía cárcel que pudiese detenerlo. Era ingenioso al idear escapes; con lápiz pastel creaba puertas en los techos y con acuarelas volvía agua los barrotes. Era una sonrisa andante, a pesar de no tener boca ni labios con los que sonreír.
        Era un hombre sin nombre ni identidad, que cuando quería viajar armaba sus propios trenes y estaciones. Era quien pintaba la ciudad cuando la lluvia la desteñía, era quien se detenía en los caminos a pintar para los enamorados una puesta de sol.
       Era inconfundible con su mochila de cuero ajado, con su pañuelo azul que en invierno se convertía en bufanda, a pesar de que el Artista no podía sentir frío ni calor. Era un solitario empedernido; nadie podía igualar su paso por el mundo. Era una silueta de arlequines, de payasos, de flamencos y tortugas, todo al mismo tiempo. Era un prisma articulado de madera, que durante el día podía mover mil sombras y durante la noche, mil luces.
       Era un personaje intrincado, hecho, rehecho y vuelto a armar, andando por la vida un tanto cabizbajo, pues no tenía a quien mirar a los ojos. Era un antihéroe cumplidor de sueños. Era una tristeza hermosa.
       Cuentan que nunca lo cogieron, y que voló lejos, muy lejos, con sus paletas, sus pinturas, sus pinceles y su diluyente. Nadie lo ha vuelto a ver, pero tenemos la esperanza eterna de que vuelva a sacudirnos el hastío gris de encima.
       Era un ser extraño, sin duda. Pero era real. 

domingo, 22 de abril de 2012

A las siete se pone el Sol

(Segundo Lugar 14° Concurso de Cuentos DuocUC, categoría Alumnos de Enseñanza Media, año 2009)

               Poco importaba hacia dónde iba. Sus pies guiaban pasos silenciosos, llevaba las manos en los bolsillos, la cabeza baja, fija la mirada en el diseño de sus zapatos.
                Lo esperaban. Lo sabía. Ignoraba, en cambio, qué provocaba esa desgana que lo obligaba a ir lento y más lento hacia la escalera. Era un atajo para alcanzarlos; subir la escalera N°4, al fondo, cruzar el gimnasio y salir del colegio por el estacionamiento.
                No era difícil. El problema era que, simplemente, no quería llegar.
                Soltó un suspiro y comenzó a tararear, en un intento de combatir el silencio. Atardecía, y habría preferido cualquier otro camino al que ahora estaba recorriendo. Su sombra se alargaba frente a él, el único sonido audible era el de sus pasos. Alcanzó el oscuro rellano de la escalera sin darse cuenta.
                Las luces estaban apagadas, y los escalones; vacíos. La antigua construcción se elevaba por sobre su cabeza, helándolo todo. Desamparado, el viento que corría por los pasillos desgarraba su piel. Sin querer fijarse en todo aquello, hizo equilibrio en la flor de hierro que iniciaba la baranda y pisó el borde de goma negra del primer escalón con el pie derecho.
                Ahí se detuvo.
                ¿Había sido su imaginación o un jadeo había resonado entre las paredes?
                –¿Hay alguien? –preguntó al aire, sin pensarlo; cuando los muros desnudos le devolvieron su pregunta era demasiado tarde para arrepentirse de haber abierto la boca. Miró a su alrededor, pero no distinguió más que sombras. No podía ver el final de la escalera, tan solo el portal que acababa de cruzar le regalaba una luz mortecina de atardecer dorado. Fuera de eso, nada. El mundo se le había opacado.
                Se quedó quieto, los latidos del corazón luchando por abandonar su pecho. Bien pudo haber sido un silbido del viento, si tan solo no se hubiese repetido dos, tres veces, como un ritmo. Miró de reojo a su alrededor, el cuello rígido. Apretó ambas manos e intentó en vano calmar el pulso que se le agolpaba en los oídos. Quiso voltear, pero una estaca de hielo lo mantenía clavado sobre la baldosa gris. No pudo identificar el origen de la respiración hasta que se halló a sus espaldas. Y entonces no tuvo necesidad de ver nada.
                Alguien tras él había cubierto sus ojos con un pañuelo. No opuso resistencia, tan solo se dejó cegar con un escalofrío escarchado como la muerte. Algo parecido a una risa interrumpió la respiración;  ¿qué clase de broma era esa?
                El desconocido había hecho un nudo en su nuca, fijando la venda. Temblando, levantó la zurda e intentó arrancarse el pañuelo, pero otra mano más rápida lo aferró por la muñeca, con suavidad, una mano cálida. Trató de soltarse, pero lo sujetaba de forma que era imposible desasirse.
                El eco se había convertido en su aliado; le indicó que su captor se había desplazado hasta quedar frente a él. ¿Qué quería, qué pretendía al cubrirle los ojos? Aun si quisiera robarle, aun si quisiera golpearlo, estaba tardando demasiado. ¿Qué quería entonces ese desconocido?
                Abrió la boca para decir algo, pero la misma mano ajena se la cerró con una caricia, y se quedó ahí. El corazón le había reventado dentro del pecho, y el latir era tan solo un cosquilleo que jugueteaba por la espalda. Esos dedos suaves se movían a un compás indeciso sobre sus labios. Quiso tocarlos, pero el mismo gesto lo detuvo y frenó su intento. Un perfume dulciamargo penetró por sus narices; el desconocido se había acercado a él. Sentía el calor de ese cuerpo extraño sobre la piel desnuda de los brazos.
                Perfume. La intuición le decía a gritos que los dedos sobre su boca eran de mujer. No sabía qué lo había clavado en el lugar, pero poco importaba, no sentía ahora el más mínimo deseo de moverse. Los dedos abandonaron sus labios, pero ella no se alejó. El miedo se había desvanecido, y una confianza sin fundamentos lo había reemplazado. Desechó la idea de intentar quitarse el pañuelo una última vez, tenía la certeza de que no se lo permitirían.
                Iba a abrir la boca para protestar, pero esta vez no fue mano la que cubrió sus labios. Todo sentido de cordura se desvaneció al instante, borró de golpe toda duda. No reaccionó, no podría haberlo hecho. Ahogó cualquier pensamiento.
                ¿Quién era ella? ¿Quién lograba quebrarlo de tal manera, someterlo así? ¿Quién era ella y qué pretendía? Esos dedos envolviendo su cuello se aferraban a él como si en la vida fuesen a soltarlo, y deseaba que así fuese, que nunca lo dejasen ir. No quería detenerse, tan solo podía responder de alguna manera a esa pasión que amenazaba con prenderle fuego. Cegado, tan solo sentía sus labios presionándose contra los suyos, robándole la voluntad. No importaba lo que hiciese; ella no lo liberaba ni él deseaba ser liberado.
                El frío había huido de su cuerpo, la escalera temblaba bajo sus pies. Apenas si podía respirar, pero ya no necesitaba hacerlo. Un dulce mareo le había embotado la conciencia. Intentó asirse a su cuerpo, rodearle con los brazos la cintura, pero sus dedos se cerraron en el aire, vacíos, y estuvo a punto de caer hacia delante cuando ella se apartó y sus labios besaron el aire helado.
                Se afirmó de la baranda, falto de aliento, confundido, buscándola con sus ojos velados. La realidad lo golpeó más fuerte que el frío, más fuerte que la soledad. Se quedó quieto, una pregunta impronunciable ardiéndole en la garganta. El eco tan solo le devolvía su entrecortada respiración.
                Una luminosidad blanquecina se filtró por sus párpados cerrados. Habían prendido las luces del rellano. Con un tirón, se arrancó el pañuelo y miró a su alrededor. Ya había anochecido, voces de eco le llegaban lejanas, pero no había nada cerca. Ni huellas, ni retumbar de pasos, ni perfume. Solo quedó el pañuelo, colgando de su antebrazo. Giró en el lugar, mordiéndose el labio, intentando recordar el momento en el que había cometido el error de dejarla marchar. El silencio se tragó sus preguntas. No tenía sentido.
                Mantuvo la más absoluta quietud, pero fue inútil.
                Ella no estaba ahí.
                Se dejó caer sobre el escalón, sosteniéndose la cabeza. ¿Cómo había permitido que una completa desconocida le vendara los ojos en un pasillo desierto? ¿Cómo? ¿Por qué no le había exigido una explicación a esos labios intrusos? ¿Por qué no se había quitado el pañuelo? Se detuvo al punto y observó el trozo de tela que descansaba en su brazo. Lo apretó para asegurarse de que era real.
                –¡Daniel! –exclamó una voz arriba de la escalera. Extendió el pañuelo entre sus manos abiertas. – ¡DANIEL! ¡Responde!
                Pero no respondió. Otras cuatro siluetas aparecieron en lo alto de la escalera, murmurando. Sus voces llenaban un silencio que desaparecía demasiado rápido. La tela era negra, suave como esas manos extrañas. Se lo llevó a los labios. Conservaba su sabor.
                – Daniel –repitió uno de los muchachos, bajando con pasos ágiles y sacudiéndolo por el hombro. –Daniel, ¿qué te pasó? Estás rojo.
                Daniel encerró el pañuelo en su puño y supo que no tendría una respuesta a todas esas preguntas. Al menos, no esa noche. Su mirada rebotó entre el pañuelo y sus amigos,  ¿qué había pasado en esos dos minutos?
                – No tengo idea. Te juro que no tengo idea.


                “Hola, Daniel. Sé que me andas buscando. Sé que quieres saber quién soy, o tal vez no. Tal vez esté equivocada y prefieras fingir que nada ocurrió, que perdiste estas palabras, que no tienes un pañuelo negro en el bolsillo. No me voy ofender. Es tu decisión; yo ya hice la mía ayer, en la escalera.
                Como sea, no te vi lamentarte.
                Viéndote de frente, jamás habría hecho lo que hice. Tan solo somos dos desconocidos que nos encontramos por una combinación de circunstancias inevitables. Dicho así, suena bonito, ¿no? Algo que no pudimos prevenir ni evitar. Elecciones ineludibles. Casualidad, si quieres darle ese nombre. Sin culpa, sin ninguna clase de error.
                Estás huyendo. Podía leerlo en tu postura, en cómo caminabas. En cómo te dejaste besar. Si estuvieses a tiempo para arrepentirte, ¿lo harías? Te doy la oportunidad de la huida; nada puedes perder. La verdad es que deseas un respiro tanto como yo. Siento haberte sorprendido, pero por lo que hice, no voy a pedirte perdón. No usé el pañuelo solo por miedo, o por capricho. Ni siquiera solo por placer. 
                Hoy el sol se pone a las siete. La escalera no se ha movido.”

                Daniel se quedó de pie con la carta en la mano. Pesaba muchísimo para ser una hoja de papel.
                Dejó caer la cabeza contra el pecho. El cielo estaba dorado, pero algunas nubes amenazaban el horizonte, teñidas de granate. Quería convencerse de que había cometido un error, pero por más que lo intentaba, no podía hacerlo. Tan solo podía sentir un cosquilleo en los labios. Era como abrir los ojos después de un largo sueño, atiborrado de desidias.
                ¿Realmente había ocurrido? Sentía cómo la cobardía le agrietaba el rostro. Él, que siempre se había sentido hundido. Pero la verdad era que no tomaría ningún riesgo. La verdad era que la apatía ganaría de nuevo. La verdad era que estaba mintiendo.
                Se mordió el labio, sin poder contener la sonrisa. Arrugó la hoja de papel en un puño para estirarla y leerla otra vez.  Incluso el papel se había impregnado de su perfume. Tomó la mochila, vio la hora y salió corriendo, trastabillando y llenando el aire de gravilla gris. Todavía le quedaba tiempo; el sol se estaba poniendo. 

domingo, 15 de abril de 2012

Todos los hombres van al Oeste

(Tercer lugar Interescolar de cuentos en Español 2008, Universidad Andrés Bello)


        Antes de la explosión, éramos una familia feliz. Después de la explosión, seguimos siendo una familia feliz, algo más extraña, pero feliz. Vivíamos en una fría cabaña escondida en los lindes del bosque, orgullo de mi padre, ya que desde ahí la guerra era solo algo lejano en la que nada podíamos hacer ni yo, ni mi tierna madre, ni mi padre con su demencia de Sargento retirado. Estaba retirado, por supuesto, pues nada podía hacer él en una guerra después de la explosión.
        O al menos eso creía.
        Y nuestros días se sucedían conmigo jugando a las muñecas frente a la chimenea, con mi madre canturreando como la loca que no era, pero que se había convencido de ser, y con mi padre siempre erguido con su raída y pálida chaqueta, aferrado a la radio como un ser hambriento de información de una matanza que no compartíamos. Solía él espantar a mi madre con monótona frecuencia en su silencioso actuar, y mi madre, al verlo, más se convencía de que estaba chiflada y más me convencía yo de que en verdad iba a volverse loca si no se acostumbraba.
        Siempre esperaba ver aparecer a mi padre cruzando el salón con su andar militar, pasando de una habitación a otra sin, a veces, tener que abrir las puertas. Jugaba yo a seguirlo, jugaba a espía, a indio o sirena, jugaba a encontrarlo en el segundo piso y obligarlo a bajar a punta de espadas hechas de besos y caricias, azúcar, manjar y caramelos, todas esas cosas que aún le gustaban después de la explosión. Y jugábamos a ser viento, a caer de los balcones sin ruido, aunque esto último solo lo hacía él porque no le dolía caer y porque mi madre se desmayó cuando me encontró tendida en los rosales que se había traído del pueblo cuando me arrojé del segundo piso.
        Las cosas ocurrían sin mayor incidente que su extrañeza, pues el dial de la radio se cambiaba solo según los estados de ánimo de mi padre, y la puerta de frente siempre trancada porque era muy pesada, y secretamente mi madre no quería que mi padre pasara por ahí, pero no importaba, cruzaba la puerta igual, si después de la explosión él hacía lo que le daba la gana.
        Hasta que llegó el mensajero.
        Llegó en su rocín manchado de barro y sudor, pólvora que apestaba a muerte y todo cubierto de papeles que según supe después, eran órdenes de una alto mando del país que supuestamente luchaba por nosotros a fuerza de cañonazos, de rifles y de sangre enemiga. Cuando tocó la puerta, mi padre quiso abrir, como correspondía al hombre de la casa, pero mi madre lo detuvo con su mirada de mujer y señora y corrió ella sola la tranca, pues no era un lindo espectáculo ver a mi padre después de la explosión.
        – ¿Diga?
        – Señora y dama, traigo esta orden de reclutamiento para nuestro señor Sargento Diego, que debe presentarse en el puesto de avanzada al Oeste antes de que terminen los siete días de esta semana.
        ¿Y cómo iba a luchar, después de la explosión? Trató mi madre de explicarle al mensajero, pero nada consiguió. Que usted entienda, caballero, que mi marido no puede luchar, y que usted entienda, señora, que lo veo ahí, observándome abstraído y rebosante de salud, que tal vez le falte un poquito de color, pero que todos los hombres deben marchar al Oeste, discutían ellos. Yo miraba a mi padre, perpleja, y él, aún más perplejo, me miraba a mí. ¿No recibieron, entonces, Don caballero, el certificado de defunción? ¿No saben, allá en el regimiento, que a mi marido le explotó una granada perdida en el bolsillo del uniforme y murió ahí mismo? Pero que cómo se le ocurre, mi dama, que el hombre debe irse a pelear, y no me siga discutiendo, que tengo más órdenes que entregar. Adiós, señora, adiós, Don mensajero, adiós, señor Sargento Diego, adiós, Don mensajero.
        Y se fue.
        Así, al cabo de seis días y sus noches, mi padre me besó en la frente –llena de fantasías que ya no compartiríamos–, tomó entre sus manos el rostro que ya no se asustaría al verlo atravesar paredes y lo besó en ambas mejillas, mientras mi madre, con lágrimas en los ojos, lo dejaba marchar por segunda vez. Y con una última vista atrás, mi padre fijó la mirada al Oeste y atravesó limpiamente la puerta de frente.
        Nunca comprendí, pues nada podía hacer él en una guerra después de la explosión, y nadie nunca me supo explicar si servía un fantasma de artillero.

sábado, 7 de abril de 2012

Por qué un Rododendro

Gente toda, a petición e insistencia de muchos de mis amigos y familia, he creado un blog -redoble de tambores- para que puedan leer mis flores literarias. Se preguntarán por qué el nombre del blog. Algunos de ustedes quizás lo sepan, pero a los que no, les dejo el retrato que me caracterizó allá por el año 2009. 
Esto es bastante nuevo para mí, intentaré subir un relato cada semana. 

Por favor, conserve mis derechos. 
Tengan una maravillosa vida. 


Rhododendrom Irinaus  Intelectuallis

Arbusto perteneciente a la familia Alarcón Kunakov. Posee hoja perenne de color verde, parecida al laurel y se cultiva por sus espléndidas ridiculeces y ramilletes de flores literarias.

ORIGEN: Orígenes combinados españoles-rusos-anglosajones.

ALTURA: Oscila entre los 47 cm al metro sesenta y cinco, sin probabilidades de seguir creciendo. El abono solo engrosará ramas y tronco en general.

CRECIMIENTO: Generalmente lento, pero sufre periodos de excitación incontrolable y abulia acumulativa.

CULTIVO: Terreno ácido imprescindible, mejor si es rico en sarcasmo, locura y abono férrico. Soporta una amplia gama de temperaturas, pero debe ser resguardado de vientos y sol intenso. Cámbielo de maceta con frecuencia, ya que si bien sus raíces no son grandes ni profundas, resienten la falta de nutrientes escritos, alimento proteico y animación.

FLORACIÓN: Sobre todo en primavera, aunque con el cuidado y abono necesario, tendrá flores todo el año. Conviene retirar las flores antes que se marchiten, para favorecer la floración de la próxima temporada.

PODA: No es necesaria, pues impediría la floración de la siguiente temporada. Lo mejor es dejarlo ser y permitir su completo desarrollo sin necesidad de censura.

PROBLEMAS: Todas las partes del Irinaus son tóxicas, pero precisas para tratar problemas anímicos o creativos. Con el tiempo puede invadir raíces ajenas con la más completa inocencia. Es muy susceptible de padecer plagas o trastornos, entre los últimos se encuentran la ansiedad nerviosa de chocolate, la falta de abrazos, hiperventilación asmática y otros recurrentes a la especie Intelectuallis. Estos trastornos podrían causar pérdida de flores, caída de hojas y quemaduras en el tallo, pero son fácilmente tratables cuando se conoce el ciclo del arbusto. Los pozos de cacao son un excelente tratamiento. Puede sufrir daños por heladas, los fríos intensos pueden causar la muerte de sus raíces.

RECOMENDACIONES: Si usted conoce al Irinaus, cuídelo con su vida. Puede permanecer mucho tiempo solo, ya que es considerado autosuficiente, pero de vez en cuando sáquele el polvo, pulverice sus hojas con jugo de mango y pídale una flor. No tiene ningún inconveniente en regalarlas a quiénes se las ganan.