domingo, 15 de abril de 2012

Todos los hombres van al Oeste

(Tercer lugar Interescolar de cuentos en Español 2008, Universidad Andrés Bello)


        Antes de la explosión, éramos una familia feliz. Después de la explosión, seguimos siendo una familia feliz, algo más extraña, pero feliz. Vivíamos en una fría cabaña escondida en los lindes del bosque, orgullo de mi padre, ya que desde ahí la guerra era solo algo lejano en la que nada podíamos hacer ni yo, ni mi tierna madre, ni mi padre con su demencia de Sargento retirado. Estaba retirado, por supuesto, pues nada podía hacer él en una guerra después de la explosión.
        O al menos eso creía.
        Y nuestros días se sucedían conmigo jugando a las muñecas frente a la chimenea, con mi madre canturreando como la loca que no era, pero que se había convencido de ser, y con mi padre siempre erguido con su raída y pálida chaqueta, aferrado a la radio como un ser hambriento de información de una matanza que no compartíamos. Solía él espantar a mi madre con monótona frecuencia en su silencioso actuar, y mi madre, al verlo, más se convencía de que estaba chiflada y más me convencía yo de que en verdad iba a volverse loca si no se acostumbraba.
        Siempre esperaba ver aparecer a mi padre cruzando el salón con su andar militar, pasando de una habitación a otra sin, a veces, tener que abrir las puertas. Jugaba yo a seguirlo, jugaba a espía, a indio o sirena, jugaba a encontrarlo en el segundo piso y obligarlo a bajar a punta de espadas hechas de besos y caricias, azúcar, manjar y caramelos, todas esas cosas que aún le gustaban después de la explosión. Y jugábamos a ser viento, a caer de los balcones sin ruido, aunque esto último solo lo hacía él porque no le dolía caer y porque mi madre se desmayó cuando me encontró tendida en los rosales que se había traído del pueblo cuando me arrojé del segundo piso.
        Las cosas ocurrían sin mayor incidente que su extrañeza, pues el dial de la radio se cambiaba solo según los estados de ánimo de mi padre, y la puerta de frente siempre trancada porque era muy pesada, y secretamente mi madre no quería que mi padre pasara por ahí, pero no importaba, cruzaba la puerta igual, si después de la explosión él hacía lo que le daba la gana.
        Hasta que llegó el mensajero.
        Llegó en su rocín manchado de barro y sudor, pólvora que apestaba a muerte y todo cubierto de papeles que según supe después, eran órdenes de una alto mando del país que supuestamente luchaba por nosotros a fuerza de cañonazos, de rifles y de sangre enemiga. Cuando tocó la puerta, mi padre quiso abrir, como correspondía al hombre de la casa, pero mi madre lo detuvo con su mirada de mujer y señora y corrió ella sola la tranca, pues no era un lindo espectáculo ver a mi padre después de la explosión.
        – ¿Diga?
        – Señora y dama, traigo esta orden de reclutamiento para nuestro señor Sargento Diego, que debe presentarse en el puesto de avanzada al Oeste antes de que terminen los siete días de esta semana.
        ¿Y cómo iba a luchar, después de la explosión? Trató mi madre de explicarle al mensajero, pero nada consiguió. Que usted entienda, caballero, que mi marido no puede luchar, y que usted entienda, señora, que lo veo ahí, observándome abstraído y rebosante de salud, que tal vez le falte un poquito de color, pero que todos los hombres deben marchar al Oeste, discutían ellos. Yo miraba a mi padre, perpleja, y él, aún más perplejo, me miraba a mí. ¿No recibieron, entonces, Don caballero, el certificado de defunción? ¿No saben, allá en el regimiento, que a mi marido le explotó una granada perdida en el bolsillo del uniforme y murió ahí mismo? Pero que cómo se le ocurre, mi dama, que el hombre debe irse a pelear, y no me siga discutiendo, que tengo más órdenes que entregar. Adiós, señora, adiós, Don mensajero, adiós, señor Sargento Diego, adiós, Don mensajero.
        Y se fue.
        Así, al cabo de seis días y sus noches, mi padre me besó en la frente –llena de fantasías que ya no compartiríamos–, tomó entre sus manos el rostro que ya no se asustaría al verlo atravesar paredes y lo besó en ambas mejillas, mientras mi madre, con lágrimas en los ojos, lo dejaba marchar por segunda vez. Y con una última vista atrás, mi padre fijó la mirada al Oeste y atravesó limpiamente la puerta de frente.
        Nunca comprendí, pues nada podía hacer él en una guerra después de la explosión, y nadie nunca me supo explicar si servía un fantasma de artillero.

3 comentarios:

  1. No es otra cosa mas linda que las palabras de mi amiga linda preciosa... de verdad esta muy bueno... TQM :D

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  2. Es posible que un fantasma no sirva como artillero ni como cocinero ni presidente de la repùblica. Menos mal. Así pueden dedicarse a lo más importante: poblar nuestros sueños y llenarlos de color, acompañarnos por las noches. Los atardeceres no serian lo mismo sin ellos pululando entre las hojas y las viejas tejas de la casa.

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  3. En lo incomprensible de tu escribir se asoma mi asombro. Superas incluso mi capacidad a estas horas del día. Quisiera que el mundo pudiese comprender un poco más de lo que es tu mayor forma de expresión y estética. Con el tiempo aprenderé a observar y valorar con mayor cuidado tu obra.

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