Poco importaba hacia
dónde iba. Sus pies guiaban pasos silenciosos, llevaba las manos en los
bolsillos, la cabeza baja, fija la mirada en el diseño de sus zapatos.
Lo esperaban. Lo
sabía. Ignoraba, en cambio, qué provocaba esa desgana que lo obligaba a ir
lento y más lento hacia la escalera. Era un atajo para alcanzarlos; subir la
escalera N°4, al fondo, cruzar el gimnasio y salir del colegio por el
estacionamiento.
No era difícil. El
problema era que, simplemente, no quería llegar.
Soltó un suspiro y
comenzó a tararear, en un intento de combatir el silencio. Atardecía, y habría
preferido cualquier otro camino al que ahora estaba recorriendo. Su sombra se
alargaba frente a él, el único sonido audible era el de sus pasos. Alcanzó el
oscuro rellano de la escalera sin darse cuenta.
Las luces estaban
apagadas, y los escalones; vacíos. La antigua construcción se elevaba por sobre
su cabeza, helándolo todo. Desamparado, el viento que corría por los pasillos desgarraba
su piel. Sin querer fijarse en todo aquello, hizo equilibrio en la flor de
hierro que iniciaba la baranda y pisó el borde de goma negra del primer escalón
con el pie derecho.
Ahí se detuvo.
¿Había sido su
imaginación o un jadeo había resonado entre las paredes?
–¿Hay alguien? –preguntó
al aire, sin pensarlo; cuando los muros desnudos le devolvieron su pregunta era
demasiado tarde para arrepentirse de haber abierto la boca. Miró a su
alrededor, pero no distinguió más que sombras. No podía ver el final de la
escalera, tan solo el portal que acababa de cruzar le regalaba una luz mortecina
de atardecer dorado. Fuera de eso, nada. El mundo se le había opacado.
Se quedó quieto,
los latidos del corazón luchando por abandonar su pecho. Bien pudo haber sido
un silbido del viento, si tan solo no se hubiese repetido dos, tres veces, como
un ritmo. Miró de reojo a su alrededor, el cuello rígido. Apretó ambas manos e
intentó en vano calmar el pulso que se le agolpaba en los oídos. Quiso voltear,
pero una estaca de hielo lo mantenía clavado sobre la baldosa gris. No pudo
identificar el origen de la respiración hasta que se halló a sus espaldas. Y
entonces no tuvo necesidad de ver nada.
Alguien tras él
había cubierto sus ojos con un pañuelo. No opuso resistencia, tan solo se dejó
cegar con un escalofrío escarchado como la muerte. Algo parecido a una risa
interrumpió la respiración; ¿qué clase
de broma era esa?
El desconocido
había hecho un nudo en su nuca, fijando la venda. Temblando, levantó la zurda e
intentó arrancarse el pañuelo, pero otra mano más rápida lo aferró por la
muñeca, con suavidad, una mano cálida. Trató de soltarse, pero lo sujetaba de
forma que era imposible desasirse.
El eco se había
convertido en su aliado; le indicó que su captor se había desplazado hasta
quedar frente a él. ¿Qué quería, qué pretendía al cubrirle los ojos? Aun si
quisiera robarle, aun si quisiera golpearlo, estaba tardando demasiado. ¿Qué quería
entonces ese desconocido?
Abrió la boca para
decir algo, pero la misma mano ajena se la cerró con una caricia, y se quedó
ahí. El corazón le había reventado dentro del pecho, y el latir era tan solo un
cosquilleo que jugueteaba por la espalda. Esos dedos suaves se movían a un compás
indeciso sobre sus labios. Quiso tocarlos, pero el mismo gesto lo detuvo y
frenó su intento. Un perfume dulciamargo penetró por sus narices; el
desconocido se había acercado a él. Sentía el calor de ese cuerpo extraño sobre
la piel desnuda de los brazos.
Perfume. La
intuición le decía a gritos que los dedos sobre su boca eran de mujer. No sabía
qué lo había clavado en el lugar, pero poco importaba, no sentía ahora el más
mínimo deseo de moverse. Los dedos abandonaron sus labios, pero ella no se
alejó. El miedo se había desvanecido, y una confianza sin fundamentos lo había
reemplazado. Desechó la idea de intentar quitarse el pañuelo una última vez,
tenía la certeza de que no se lo permitirían.
Iba a abrir la boca
para protestar, pero esta vez no fue mano la que cubrió sus labios. Todo
sentido de cordura se desvaneció al instante, borró de golpe toda duda. No
reaccionó, no podría haberlo hecho. Ahogó cualquier pensamiento.
¿Quién era ella?
¿Quién lograba quebrarlo de tal manera, someterlo así? ¿Quién era ella y qué
pretendía? Esos dedos envolviendo su cuello se aferraban a él como si en la
vida fuesen a soltarlo, y deseaba que así fuese, que nunca lo dejasen ir. No
quería detenerse, tan solo podía responder de alguna manera a esa pasión que
amenazaba con prenderle fuego. Cegado, tan solo sentía sus labios presionándose
contra los suyos, robándole la voluntad. No importaba lo que hiciese; ella no
lo liberaba ni él deseaba ser liberado.
El frío había huido
de su cuerpo, la escalera temblaba bajo sus pies. Apenas si podía respirar,
pero ya no necesitaba hacerlo. Un dulce mareo le había embotado la conciencia. Intentó
asirse a su cuerpo, rodearle con los brazos la cintura, pero sus dedos se
cerraron en el aire, vacíos, y estuvo a punto de caer hacia delante cuando ella
se apartó y sus labios besaron el aire helado.
Se afirmó de la
baranda, falto de aliento, confundido, buscándola con sus ojos velados. La
realidad lo golpeó más fuerte que el frío, más fuerte que la soledad. Se quedó
quieto, una pregunta impronunciable ardiéndole en la garganta. El eco tan solo
le devolvía su entrecortada respiración.
Una luminosidad
blanquecina se filtró por sus párpados cerrados. Habían prendido las luces del
rellano. Con un tirón, se arrancó el pañuelo y miró a su alrededor. Ya había
anochecido, voces de eco le llegaban lejanas, pero no había nada cerca. Ni
huellas, ni retumbar de pasos, ni perfume. Solo quedó el pañuelo, colgando de
su antebrazo. Giró en el lugar, mordiéndose el labio, intentando recordar el
momento en el que había cometido el error de dejarla marchar. El silencio se
tragó sus preguntas. No tenía sentido.
Mantuvo la más
absoluta quietud, pero fue inútil.
Ella no estaba ahí.
Se dejó caer sobre
el escalón, sosteniéndose la cabeza. ¿Cómo había permitido que una completa
desconocida le vendara los ojos en un pasillo desierto? ¿Cómo? ¿Por qué no le
había exigido una explicación a esos labios intrusos? ¿Por qué no se había
quitado el pañuelo? Se detuvo al punto y observó el trozo de tela que
descansaba en su brazo. Lo apretó para asegurarse de que era real.
–¡Daniel! –exclamó
una voz arriba de la escalera. Extendió el pañuelo entre sus manos abiertas. –
¡DANIEL! ¡Responde!
Pero no respondió.
Otras cuatro siluetas aparecieron en lo alto de la escalera, murmurando. Sus
voces llenaban un silencio que desaparecía demasiado rápido. La tela era negra,
suave como esas manos extrañas. Se lo llevó a los labios. Conservaba su sabor.
– Daniel –repitió
uno de los muchachos, bajando con pasos ágiles y sacudiéndolo por el hombro. –Daniel,
¿qué te pasó? Estás rojo.
Daniel encerró el
pañuelo en su puño y supo que no tendría una respuesta a todas esas preguntas. Al
menos, no esa noche. Su mirada rebotó entre el pañuelo y sus amigos, ¿qué había pasado en esos dos minutos?
– No tengo idea. Te
juro que no tengo idea.
“Hola, Daniel. Sé que me andas
buscando. Sé que quieres saber quién soy, o tal vez no. Tal vez esté equivocada
y prefieras fingir que nada ocurrió, que perdiste estas palabras, que no tienes
un pañuelo negro en el bolsillo. No me voy ofender. Es tu decisión; yo ya hice
la mía ayer, en la escalera.
Como sea, no te vi lamentarte.
Viéndote de frente, jamás habría
hecho lo que hice. Tan solo somos dos desconocidos que nos encontramos por una
combinación de circunstancias inevitables. Dicho así, suena bonito, ¿no? Algo
que no pudimos prevenir ni evitar. Elecciones ineludibles. Casualidad, si quieres
darle ese nombre. Sin culpa, sin ninguna clase de error.
Estás huyendo. Podía leerlo en
tu postura, en cómo caminabas. En cómo te dejaste besar. Si estuvieses a tiempo
para arrepentirte, ¿lo harías? Te doy la oportunidad de la huida; nada puedes
perder. La verdad es que deseas un respiro tanto como yo. Siento haberte
sorprendido, pero por lo que hice, no voy a pedirte perdón. No usé el pañuelo
solo por miedo, o por capricho. Ni siquiera solo por placer.
Hoy el sol se pone a las siete.
La escalera no se ha movido.”
Daniel se quedó de
pie con la carta en la mano. Pesaba muchísimo para ser una hoja de papel.
Dejó caer la cabeza
contra el pecho. El cielo estaba dorado, pero algunas nubes amenazaban el
horizonte, teñidas de granate. Quería convencerse de que había cometido un
error, pero por más que lo intentaba, no podía hacerlo. Tan solo podía sentir
un cosquilleo en los labios. Era como abrir los ojos después de un largo sueño,
atiborrado de desidias.
¿Realmente había
ocurrido? Sentía cómo la cobardía le agrietaba el rostro. Él, que siempre se
había sentido hundido. Pero la verdad era que no tomaría ningún riesgo. La
verdad era que la apatía ganaría de nuevo. La verdad era que estaba mintiendo.
Se mordió el labio,
sin poder contener la sonrisa. Arrugó la hoja de papel en un puño para
estirarla y leerla otra vez. Incluso el papel
se había impregnado de su perfume. Tomó la mochila, vio la hora y salió
corriendo, trastabillando y llenando el aire de gravilla gris. Todavía le
quedaba tiempo; el sol se estaba poniendo.
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