domingo, 22 de abril de 2012

A las siete se pone el Sol

(Segundo Lugar 14° Concurso de Cuentos DuocUC, categoría Alumnos de Enseñanza Media, año 2009)

               Poco importaba hacia dónde iba. Sus pies guiaban pasos silenciosos, llevaba las manos en los bolsillos, la cabeza baja, fija la mirada en el diseño de sus zapatos.
                Lo esperaban. Lo sabía. Ignoraba, en cambio, qué provocaba esa desgana que lo obligaba a ir lento y más lento hacia la escalera. Era un atajo para alcanzarlos; subir la escalera N°4, al fondo, cruzar el gimnasio y salir del colegio por el estacionamiento.
                No era difícil. El problema era que, simplemente, no quería llegar.
                Soltó un suspiro y comenzó a tararear, en un intento de combatir el silencio. Atardecía, y habría preferido cualquier otro camino al que ahora estaba recorriendo. Su sombra se alargaba frente a él, el único sonido audible era el de sus pasos. Alcanzó el oscuro rellano de la escalera sin darse cuenta.
                Las luces estaban apagadas, y los escalones; vacíos. La antigua construcción se elevaba por sobre su cabeza, helándolo todo. Desamparado, el viento que corría por los pasillos desgarraba su piel. Sin querer fijarse en todo aquello, hizo equilibrio en la flor de hierro que iniciaba la baranda y pisó el borde de goma negra del primer escalón con el pie derecho.
                Ahí se detuvo.
                ¿Había sido su imaginación o un jadeo había resonado entre las paredes?
                –¿Hay alguien? –preguntó al aire, sin pensarlo; cuando los muros desnudos le devolvieron su pregunta era demasiado tarde para arrepentirse de haber abierto la boca. Miró a su alrededor, pero no distinguió más que sombras. No podía ver el final de la escalera, tan solo el portal que acababa de cruzar le regalaba una luz mortecina de atardecer dorado. Fuera de eso, nada. El mundo se le había opacado.
                Se quedó quieto, los latidos del corazón luchando por abandonar su pecho. Bien pudo haber sido un silbido del viento, si tan solo no se hubiese repetido dos, tres veces, como un ritmo. Miró de reojo a su alrededor, el cuello rígido. Apretó ambas manos e intentó en vano calmar el pulso que se le agolpaba en los oídos. Quiso voltear, pero una estaca de hielo lo mantenía clavado sobre la baldosa gris. No pudo identificar el origen de la respiración hasta que se halló a sus espaldas. Y entonces no tuvo necesidad de ver nada.
                Alguien tras él había cubierto sus ojos con un pañuelo. No opuso resistencia, tan solo se dejó cegar con un escalofrío escarchado como la muerte. Algo parecido a una risa interrumpió la respiración;  ¿qué clase de broma era esa?
                El desconocido había hecho un nudo en su nuca, fijando la venda. Temblando, levantó la zurda e intentó arrancarse el pañuelo, pero otra mano más rápida lo aferró por la muñeca, con suavidad, una mano cálida. Trató de soltarse, pero lo sujetaba de forma que era imposible desasirse.
                El eco se había convertido en su aliado; le indicó que su captor se había desplazado hasta quedar frente a él. ¿Qué quería, qué pretendía al cubrirle los ojos? Aun si quisiera robarle, aun si quisiera golpearlo, estaba tardando demasiado. ¿Qué quería entonces ese desconocido?
                Abrió la boca para decir algo, pero la misma mano ajena se la cerró con una caricia, y se quedó ahí. El corazón le había reventado dentro del pecho, y el latir era tan solo un cosquilleo que jugueteaba por la espalda. Esos dedos suaves se movían a un compás indeciso sobre sus labios. Quiso tocarlos, pero el mismo gesto lo detuvo y frenó su intento. Un perfume dulciamargo penetró por sus narices; el desconocido se había acercado a él. Sentía el calor de ese cuerpo extraño sobre la piel desnuda de los brazos.
                Perfume. La intuición le decía a gritos que los dedos sobre su boca eran de mujer. No sabía qué lo había clavado en el lugar, pero poco importaba, no sentía ahora el más mínimo deseo de moverse. Los dedos abandonaron sus labios, pero ella no se alejó. El miedo se había desvanecido, y una confianza sin fundamentos lo había reemplazado. Desechó la idea de intentar quitarse el pañuelo una última vez, tenía la certeza de que no se lo permitirían.
                Iba a abrir la boca para protestar, pero esta vez no fue mano la que cubrió sus labios. Todo sentido de cordura se desvaneció al instante, borró de golpe toda duda. No reaccionó, no podría haberlo hecho. Ahogó cualquier pensamiento.
                ¿Quién era ella? ¿Quién lograba quebrarlo de tal manera, someterlo así? ¿Quién era ella y qué pretendía? Esos dedos envolviendo su cuello se aferraban a él como si en la vida fuesen a soltarlo, y deseaba que así fuese, que nunca lo dejasen ir. No quería detenerse, tan solo podía responder de alguna manera a esa pasión que amenazaba con prenderle fuego. Cegado, tan solo sentía sus labios presionándose contra los suyos, robándole la voluntad. No importaba lo que hiciese; ella no lo liberaba ni él deseaba ser liberado.
                El frío había huido de su cuerpo, la escalera temblaba bajo sus pies. Apenas si podía respirar, pero ya no necesitaba hacerlo. Un dulce mareo le había embotado la conciencia. Intentó asirse a su cuerpo, rodearle con los brazos la cintura, pero sus dedos se cerraron en el aire, vacíos, y estuvo a punto de caer hacia delante cuando ella se apartó y sus labios besaron el aire helado.
                Se afirmó de la baranda, falto de aliento, confundido, buscándola con sus ojos velados. La realidad lo golpeó más fuerte que el frío, más fuerte que la soledad. Se quedó quieto, una pregunta impronunciable ardiéndole en la garganta. El eco tan solo le devolvía su entrecortada respiración.
                Una luminosidad blanquecina se filtró por sus párpados cerrados. Habían prendido las luces del rellano. Con un tirón, se arrancó el pañuelo y miró a su alrededor. Ya había anochecido, voces de eco le llegaban lejanas, pero no había nada cerca. Ni huellas, ni retumbar de pasos, ni perfume. Solo quedó el pañuelo, colgando de su antebrazo. Giró en el lugar, mordiéndose el labio, intentando recordar el momento en el que había cometido el error de dejarla marchar. El silencio se tragó sus preguntas. No tenía sentido.
                Mantuvo la más absoluta quietud, pero fue inútil.
                Ella no estaba ahí.
                Se dejó caer sobre el escalón, sosteniéndose la cabeza. ¿Cómo había permitido que una completa desconocida le vendara los ojos en un pasillo desierto? ¿Cómo? ¿Por qué no le había exigido una explicación a esos labios intrusos? ¿Por qué no se había quitado el pañuelo? Se detuvo al punto y observó el trozo de tela que descansaba en su brazo. Lo apretó para asegurarse de que era real.
                –¡Daniel! –exclamó una voz arriba de la escalera. Extendió el pañuelo entre sus manos abiertas. – ¡DANIEL! ¡Responde!
                Pero no respondió. Otras cuatro siluetas aparecieron en lo alto de la escalera, murmurando. Sus voces llenaban un silencio que desaparecía demasiado rápido. La tela era negra, suave como esas manos extrañas. Se lo llevó a los labios. Conservaba su sabor.
                – Daniel –repitió uno de los muchachos, bajando con pasos ágiles y sacudiéndolo por el hombro. –Daniel, ¿qué te pasó? Estás rojo.
                Daniel encerró el pañuelo en su puño y supo que no tendría una respuesta a todas esas preguntas. Al menos, no esa noche. Su mirada rebotó entre el pañuelo y sus amigos,  ¿qué había pasado en esos dos minutos?
                – No tengo idea. Te juro que no tengo idea.


                “Hola, Daniel. Sé que me andas buscando. Sé que quieres saber quién soy, o tal vez no. Tal vez esté equivocada y prefieras fingir que nada ocurrió, que perdiste estas palabras, que no tienes un pañuelo negro en el bolsillo. No me voy ofender. Es tu decisión; yo ya hice la mía ayer, en la escalera.
                Como sea, no te vi lamentarte.
                Viéndote de frente, jamás habría hecho lo que hice. Tan solo somos dos desconocidos que nos encontramos por una combinación de circunstancias inevitables. Dicho así, suena bonito, ¿no? Algo que no pudimos prevenir ni evitar. Elecciones ineludibles. Casualidad, si quieres darle ese nombre. Sin culpa, sin ninguna clase de error.
                Estás huyendo. Podía leerlo en tu postura, en cómo caminabas. En cómo te dejaste besar. Si estuvieses a tiempo para arrepentirte, ¿lo harías? Te doy la oportunidad de la huida; nada puedes perder. La verdad es que deseas un respiro tanto como yo. Siento haberte sorprendido, pero por lo que hice, no voy a pedirte perdón. No usé el pañuelo solo por miedo, o por capricho. Ni siquiera solo por placer. 
                Hoy el sol se pone a las siete. La escalera no se ha movido.”

                Daniel se quedó de pie con la carta en la mano. Pesaba muchísimo para ser una hoja de papel.
                Dejó caer la cabeza contra el pecho. El cielo estaba dorado, pero algunas nubes amenazaban el horizonte, teñidas de granate. Quería convencerse de que había cometido un error, pero por más que lo intentaba, no podía hacerlo. Tan solo podía sentir un cosquilleo en los labios. Era como abrir los ojos después de un largo sueño, atiborrado de desidias.
                ¿Realmente había ocurrido? Sentía cómo la cobardía le agrietaba el rostro. Él, que siempre se había sentido hundido. Pero la verdad era que no tomaría ningún riesgo. La verdad era que la apatía ganaría de nuevo. La verdad era que estaba mintiendo.
                Se mordió el labio, sin poder contener la sonrisa. Arrugó la hoja de papel en un puño para estirarla y leerla otra vez.  Incluso el papel se había impregnado de su perfume. Tomó la mochila, vio la hora y salió corriendo, trastabillando y llenando el aire de gravilla gris. Todavía le quedaba tiempo; el sol se estaba poniendo. 

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