lunes, 30 de abril de 2012

Marca de Agua


(Primer Lugar VI Interescolar de Cuentos en Español, Universidad Andrés Bello, año 2009) 


          – ¡Me estoy destiñendo! –, exclamó Andrés.
            Las manos le escurrían con gotas de sudor escarlata. Su rostro también, y sus brazos, y su cuello. Finalmente, el cuerpo entero. Incluso la ropa destilaba gotas de pintura. Se alisó el cabello con las manos, intentando comprender, pero tan solo se coloreó la piel de ese negro brillante que tenía su pelo. Sus ojos lloraban lágrimas perladas de color café.
            – ¡Me estoy destiñendo! –, insistió, mostrando sus manos como testigos mudos a su acompañante. El otro, sin embargo, tan solo levantó la mirada del diario lo suficiente como para ver las gotas que corrían por el cuerpo de su amigo y acto seguido, volvió a fijarse en el titular, con un suspiro.
            – Interesante –, concedió, sin preocuparse de si Andrés oía o no su respuesta. El muchacho avanzó hasta Rodolfo y lo cogió por las muñecas.
            – ¿Interesante? –, repitió, acercándose más aún al rostro de su amigo. – ¡¿Interesante?! ¡¿Es todo lo que se te ocurre?! ¡ME ESTOY DESTIÑENDO, POR LOS MIL DIABLOS!
            Rodolfo no respondió nada, sino que se dedicó a observarlo. Era verdad, se estaba quedando sin color. La nariz tan solo era una sombra. Las pestañas parecían un par de telas de araña. Su mirada se fugó hasta llegar a la ventana, y el vidrio también se desteñía, a pesar de que no tenía color. Más allá, el horizonte parecía un óleo desordenado, una mancha inconclusa de colores sin mezclar.
            Por todas partes brotaban gotas y charcos de amarillo, añil, burdeo y naranjo, pero el origen de los manantiales se quedaba seco, vacío de toda luz.
            – Eso es extraño –, farfulló Rodolfo. Andrés quiso responder, pero lo interrumpió. – ¿Desde cuándo está pasando esto?
            Andrés se desplomó sobre sus rodillas con un aullido semejante al de un lobo herido. Temblaba; el mundo perdía su contorno. Era un universo de tinta china, pero que no era negra, de cal que no era blanca. Un grito intentó ascender por su cuello, pero se le había cerrado la garganta con el llanto.
            – No... ¡NO! Esto no está ocurriendo, es imposible,… imposible… –, susurró. Cada nueva palabra le quebraba más la voz. – Ayuda,… por favor, Rodolfo, dime algo…
            – Esto me recuerda un poema de Manuel Machado –, agregó Rodolfo, reposando el mentón en un puño. Andrés dejó de temblar un minuto, demasiado estupefacto como para recordar que debía sentir miedo. – “En mi alma, hermana de la tarde, no hay contornos/ y la rosa simbólica de mi única pasión/ es una flor que nace en tierras ignoradas/ y que no tiene aroma, ni forma, ni color…”; tercera estrofa de “Adelfos”. ¡Qué…!
            – ¡RODOLFO! –, exclamó Andrés, incorporándose de un salto, los descoloridos ojos húmedos de lágrimas, subiendo el tono un par de octavas. Este soltó el periódico, impactado con el alarido. – ¿Cómo…? ¡¿Cómo puede preocuparte Manuel Machado ahora?! ¡ME ESTOY DESTIÑENDO, EL MUNDO SE ESTÁ DESTIÑENDO!
            – Vamos, vamos, no hay necesidad de gritar –, lo detuvo Rodolfo. Andrés se paralizó en el lugar con un aullido agudísimo, escurriéndole por los miembros aún pequeñas fracciones de color. El otro se puso de pie y con pasos calmados, corrió las cortinas y se acercó a Andrés, quien todavía hiperventilaba y sudaba copiosamente. Le posó una mano en el hombro con calma, y le clavó los ojos verdes en las pupilas empalidecidas.
            – Tú… tú no te destiñes –, balbuceó, notándolo por vez primera. Fingió que no lo había escuchado.
            – Analicemos esto por un segundo –, comenzó Rodolfo, sosteniendo sus hombros con una expresión beatífica dibujada en el rostro. – Todo esto que dices que te está ocurriendo, ¿a qué se parece?
            – A una pesadilla –, repuso Andrés con un chillido.
            – Exacto; a un mal sueño. Es tan solo eso, Andrés –, añadió, guiándolo suavemente hasta su habitación. – Vas a ver que mañana cuando te despiertes para ir a la universidad no habrá pasado nada, absolutamente nada.
            – Entonces, ¿no me estoy destiñendo, el mundo no se está destiñendo? –, preguntó Andrés, cayendo como un saco sobre su cama deshecha. – Pero, ¿cómo es eso de que…?
            – Shh –, le interrumpió Rodolfo, cerrándole la boca con una mano, sin demasiada delicadeza. Lo empujó hasta que, sin dar muestras de resistencia,  se recostó sobre el lecho. –Ya vas a ver, Andrés. Tú duérmete, verás que no pasa nada.
            “Nada de nada”, pensó mientras abandonaba la habitación y cerraba la puerta sin hacer ruido. Se dejó caer contra la pared y se deslizó hasta tocar el suelo con las piernas extendidas. Un suspiro cansino abandonó sus labios, y sus dedos masajearon sus sienes adoloridas. Al menos mañana, cuando despertara, Andrés pensaría que todo había sido un sueño.
            Fue hasta la ventana y apartó la cortina con un dedo. Las calles estaban opacas, y ninguno de los transeúntes tenía una sola pizca de color en su cuerpo. Además, todo estaba en silencio, no había un solo ruido. Al parecer, junto con el color también se había marchado la música.
            Soltó la cortina y un último suspiro. Estaba cansado, tan cansado…
            Esperó un par de segundos insuficientes antes de agarrar sin ganas su estuche de acuarelas, con el que se disponía a pintar, como todas las noches, un mundo que se desteñía cuando llegaba el ocaso. 

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