Antología Taller de Cuentos Universidad Finis Terrae, 2009
El hombre se desperezó en el lugar, aún adormilado. ¿Por qué había
despertado tan tarde? Sus ojos grises recorrieron el estudio. Lo acompañaban
tan solo los cristales empañados, las paredes sucias, las luces apagadas, los
marcos, las telas. Los pinceles y –por supuesto–, las acuarelas. Montó el
lienzo en el atril.
Miró la puerta, suplicando que el otro se retrasara lo más posible. De
seguro aparecería con las campanadas del mediodía; no podía perder más tiempo.
El estudio parecía serle indiferente a la luz de un sol que también
despertaba, así que lo primero que dibujó el hombre fue el sol; un disco
redondo observándolo tímido entre dos montes imaginarios. La paleta estaba
todavía manchada de pintura fresca que había usado la noche anterior. Sus manos
temblaron con la línea anaranjada que trazó, y siguieron temblando.
Ya tenía su horizonte. Delineó entonces la mansión, sus torreones y sus
jardines. En la biblioteca dibujó una ventana, una ventana hermosa, desde la
cual se veía el ocaso inconcluso, rodeado de cortinas celestes y una silla
recién abandonada que todavía conservaba el calor. Siguió los pasos del
habitante que acababa de ponerse de pie, bajando la escalera y entrando al
salón oscurecido, tapado de polvo. Las arañas de cristal lloraban en silencio
mientras el habitante las abandonaba a ellas también y cruzaba las puertas
dobles para entrar en el jardín.
Mezcló otros colores, y la acuarela manchó la tela blanca en forma de
nubes y un lago congelado en el frío del invierno. Tosió con fuerza antes de
continuar, humedeciendo sus labios resecos con la lengua. Sus manos subieron
por la escalera hasta la habitación sin ventanas para él, y se mantuvieron
ocultas tras la pared que acababa de terminar. Le pesaba el frío y la prisa, y
aunque no había un solo reloj en el estudio, un tamborileo parecido a un
tic-tac le perforaba los oídos.
El lienzo brillaba de acuarela fresca. El atardecer se tiñó de rosado y
bermellón, golpes de vivo color en un cielo que solía ser blanco. El habitante
había cruzado los jardines, sus pasos ensombrecían el rocío. Ignorándolo, el
hombre dibujó en el atrio grietas y telarañas, pero no lograba dar con el
detalle adecuado para trazar algo tan fino.
Maldiciendo, rebuscó en el frasco otro pincel más delgado. Sentía cómo el
habitante se marchaba por el camino y se detenía en una orilla del lago. El
hombre dibujó cerca de treinta y cuatro telarañas antes de continuar. Tosió de
nuevo, suavemente, sin dejar de pintar. De la chimenea salía humo azul que se
confundía entre las nubes, pero no se detuvo ahí. Revolvió la pintura con el
pincel –otro, más grueso–, pues veía escenas incompletas: la esquina del salón,
un columpio abandonado en la terraza, y esa sonrisa.
Corrió por los jardines, la hierba húmeda mojándole los zapatos. Por la
derecha se acercaba una noche purpúrea, opacando al habitante. El vuelo de unos
pájaros inmóviles lo distrajo un segundo, pero siguió andando, hasta llegar a
la mansión abandonada, a sus cuadros incompletos y a sus alfombras de olvido. Hizo
un balcón medio derruido en una esquina de la habitación que no veía, y para
entrar a ella dibujó una portezuela de hierro. Las entradas las hizo llenas de
rendijas, medio podridas por la humedad. Dibujó candelabros, platos y copas
sobre la mesa, testigos de una cena que jamás llegó a realizarse.
Siguió subiendo por la escalera, hasta llegar a la biblioteca. Los
volúmenes se caían de los estantes, llenando el aire de polillas. Desde ahí
había marchado el habitante. La silla ya había perdido todo su calor, y desde
la ventana, terminó de pintar el ocaso con el que había comenzado todo.
Se detuvo, jadeando, cansado el brazo con el cual sostenía la paleta, el
pincel colgando por entre sus dedos sin voluntad.
Había acabado. Había acabado con esa mansión abandonada, con esa mansión
demasiado grande para él, esa mansión que no era suya y que, sin embargo, él
había creado. Tan solo faltaba una cosa, un detalle, una última forma, cuya
respiración flotaba blanquecina por sobre la superficie congelada del lago. Tomó
el pincel fino y lo tiñó de rojo, preparado para colorear sus labios, cuando
escuchó el nítido sonido de un cerrojo. El tic-tac de sus oídos se detuvo.
Se quedó de pie un momento, temblando. Una gota bermellón se deslizó
desde el pincel hasta su zapato. Arrojando la paleta a un lado, se inclinó para
tomar un frasco grande lleno de líquido transparente. Un olor penetrante llenó
el estudio.
Oía un canturreo desde la entrada. Destapó el envase de diluyente, pero
se interrumpió, incapaz de decidirse a borrarlo todo. ¿Qué pasaría con ella,
con el habitante inconcluso, sentado en la orilla del lago? ¿Cómo era posible
que no pudiese terminarla? Añoranza y pesadumbre fue lo que sintió cuando la
recordó despidiéndose desde el camino, dejándolo solo en la cama deshecha.
Los pasos se acercaban. Arrojó sobre la pintura la mitad del diluyente,
el cual humedeció la tela y comenzó a llevarse consigo los colores, las
montañas, los árboles y cada habitación de esa mansión abandonada, esa mansión
que jamás le había pertenecido. El pecho le ardía de dolor mientras veía cómo
desaparecía el lecho en el que lo habían abandonado.
Si tan solo hubiese podido terminarla, dibujar su sonrisa, el vestido
envolviendo su cintura perfecta, la curva de su cuello, si tan solo hubiese
podido acabarla, habría entrado en el lienzo y la habría perseguido. Pero ya
era demasiado tarde.
Y mientras el otro, el viejo pintor, entraba a su estudio tarareando con
alegría, el hombre saltó a la mezcla de acuarela gris, fundiéndose con ella y
retornando al lugar al que siempre había pertenecido.