lunes, 21 de mayo de 2012

Diluyente


Antología Taller de Cuentos Universidad Finis Terrae, 2009


El hombre se desperezó en el lugar, aún adormilado. ¿Por qué había despertado tan tarde? Sus ojos grises recorrieron el estudio. Lo acompañaban tan solo los cristales empañados, las paredes sucias, las luces apagadas, los marcos, las telas. Los pinceles y –por supuesto–, las acuarelas. Montó el lienzo en el atril.  

Miró la puerta, suplicando que el otro se retrasara lo más posible. De seguro aparecería con las campanadas del mediodía; no podía perder más tiempo.

El estudio parecía serle indiferente a la luz de un sol que también despertaba, así que lo primero que dibujó el hombre fue el sol; un disco redondo observándolo tímido entre dos montes imaginarios. La paleta estaba todavía manchada de pintura fresca que había usado la noche anterior. Sus manos temblaron con la línea anaranjada que trazó, y siguieron temblando.

Ya tenía su horizonte. Delineó entonces la mansión, sus torreones y sus jardines. En la biblioteca dibujó una ventana, una ventana hermosa, desde la cual se veía el ocaso inconcluso, rodeado de cortinas celestes y una silla recién abandonada que todavía conservaba el calor. Siguió los pasos del habitante que acababa de ponerse de pie, bajando la escalera y entrando al salón oscurecido, tapado de polvo. Las arañas de cristal lloraban en silencio mientras el habitante las abandonaba a ellas también y cruzaba las puertas dobles para entrar en el jardín.

Mezcló otros colores, y la acuarela manchó la tela blanca en forma de nubes y un lago congelado en el frío del invierno. Tosió con fuerza antes de continuar, humedeciendo sus labios resecos con la lengua. Sus manos subieron por la escalera hasta la habitación sin ventanas para él, y se mantuvieron ocultas tras la pared que acababa de terminar. Le pesaba el frío y la prisa, y aunque no había un solo reloj en el estudio, un tamborileo parecido a un tic-tac le perforaba los oídos.

El lienzo brillaba de acuarela fresca. El atardecer se tiñó de rosado y bermellón, golpes de vivo color en un cielo que solía ser blanco. El habitante había cruzado los jardines, sus pasos ensombrecían el rocío. Ignorándolo, el hombre dibujó en el atrio grietas y telarañas, pero no lograba dar con el detalle adecuado para trazar algo tan fino.

Maldiciendo, rebuscó en el frasco otro pincel más delgado. Sentía cómo el habitante se marchaba por el camino y se detenía en una orilla del lago. El hombre dibujó cerca de treinta y cuatro telarañas antes de continuar. Tosió de nuevo, suavemente, sin dejar de pintar. De la chimenea salía humo azul que se confundía entre las nubes, pero no se detuvo ahí. Revolvió la pintura con el pincel –otro, más grueso–, pues veía escenas incompletas: la esquina del salón, un columpio abandonado en la terraza, y esa sonrisa.

Corrió por los jardines, la hierba húmeda mojándole los zapatos. Por la derecha se acercaba una noche purpúrea, opacando al habitante. El vuelo de unos pájaros inmóviles lo distrajo un segundo, pero siguió andando, hasta llegar a la mansión abandonada, a sus cuadros incompletos y a sus alfombras de olvido. Hizo un balcón medio derruido en una esquina de la habitación que no veía, y para entrar a ella dibujó una portezuela de hierro. Las entradas las hizo llenas de rendijas, medio podridas por la humedad. Dibujó candelabros, platos y copas sobre la mesa, testigos de una cena que jamás llegó a realizarse.

Siguió subiendo por la escalera, hasta llegar a la biblioteca. Los volúmenes se caían de los estantes, llenando el aire de polillas. Desde ahí había marchado el habitante. La silla ya había perdido todo su calor, y desde la ventana, terminó de pintar el ocaso con el que había comenzado todo.

Se detuvo, jadeando, cansado el brazo con el cual sostenía la paleta, el pincel colgando por entre sus dedos sin voluntad.

Había acabado. Había acabado con esa mansión abandonada, con esa mansión demasiado grande para él, esa mansión que no era suya y que, sin embargo, él había creado. Tan solo faltaba una cosa, un detalle, una última forma, cuya respiración flotaba blanquecina por sobre la superficie congelada del lago. Tomó el pincel fino y lo tiñó de rojo, preparado para colorear sus labios, cuando escuchó el nítido sonido de un cerrojo. El tic-tac de sus oídos se detuvo.

Se quedó de pie un momento, temblando. Una gota bermellón se deslizó desde el pincel hasta su zapato. Arrojando la paleta a un lado, se inclinó para tomar un frasco grande lleno de líquido transparente. Un olor penetrante llenó el estudio.

Oía un canturreo desde la entrada. Destapó el envase de diluyente, pero se interrumpió, incapaz de decidirse a borrarlo todo. ¿Qué pasaría con ella, con el habitante inconcluso, sentado en la orilla del lago? ¿Cómo era posible que no pudiese terminarla? Añoranza y pesadumbre fue lo que sintió cuando la recordó despidiéndose desde el camino, dejándolo solo en la cama deshecha.

Los pasos se acercaban. Arrojó sobre la pintura la mitad del diluyente, el cual humedeció la tela y comenzó a llevarse consigo los colores, las montañas, los árboles y cada habitación de esa mansión abandonada, esa mansión que jamás le había pertenecido. El pecho le ardía de dolor mientras veía cómo desaparecía el lecho en el que lo habían abandonado.

Si tan solo hubiese podido terminarla, dibujar su sonrisa, el vestido envolviendo su cintura perfecta, la curva de su cuello, si tan solo hubiese podido acabarla, habría entrado en el lienzo y la habría perseguido. Pero ya era demasiado tarde.

Y mientras el otro, el viejo pintor, entraba a su estudio tarareando con alegría, el hombre saltó a la mezcla de acuarela gris, fundiéndose con ella y retornando al lugar al que siempre había pertenecido. 

domingo, 6 de mayo de 2012

Sana envidia


            No se trata de confianza. No se trata de falta de ella, ni de exceso, tampoco de autoestima, ni de fantasías. Se trata de posesión.
            El no conocer, el no saber no justifica nada. Insisto, se trata de posesión. Él es mío y no lo van a tocar. Mío, mío, mío. Hay que ver cómo cambia el concepto cuando se trata de un alguien. De algo a alguien hay cuatro letras de diferencia, asesinatos de por medio, maledicencias, guerras, escenitas, películas, libros, elija usted. Decir alguien cambia muchas cosas.
            Mi alguien no ha dado muestras para ser recelado, pero es imposible de evitar. Quien lo niegue, alce una mano para que todos sepamos cómo luce un hipócrita. Imposible, imposible. Imagino cosas. Me enojo sin razón. Río como frenética. Lo espío. Me vuelvo más loca aún, loca de amarlo, loca de miedo, loca posesiva; ya me ha vuelto loca del todo.
            Y él está ahí, sin saber nada. Absolutamente nada.
            ‘Amigas’, las llama él. Y por supuesto que son amigas, ¿quién no tiene amigas? Yo tengo amigos. Quizás el también esté loco de envidia y yo tampoco lo sepa. Seríamos un par de locos. Amigas, amiguitas. Sé que algunas lo pretendieron antes de conocerme, y están ahí, dando vueltas como hienas, esperando a que suelte un pedazo de carne y puedan al fin devorarlo. No, no soy solo yo. Ellas están ahí, lo sé, estoy segura. Hasta llegan a ser patéticas, esas son las más peligrosas, las que se acercan lentamente, dejando mensajitos, abrazando, llamando la atención. Y después ellas tan solo son las víctimas. “¿No te diste cuenta de nada, verdad?”, dicen con los ojitos llorosos. Hay que vigilarlas.
            Y si vemos más al fondo, ¿por qué no sentir lástima? En vez de enojo, en vez de sana envidia. En vez de vigilarlas y espiarlo a él. Porque no hay que olvidar lo más importante. Lo esencial.
            Es mío.
            Vuelen todo lo que quieran a su alrededor, carroñeras. Gástense las lágrimas si quieren, busquen a otro al que importunar. Dejen todos los mensajes que quieran, ¡respóndelos, mi amor! No tiene importancia. Si ya estoy loca, al fin y al cabo. Soy yo la que lleva sus besos en los labios y su aroma en la piel, soy yo la que escucha sus buenas noches y despierta viendo su rostro. Yo, yo, solo yo. Mío, mío, solo mío.
            Den las vueltas que quieran. Él no responderá.
            Es mío. Solo mío.









Cualquier semejanza con la realidad es solo coincidencia.
Espero lo disfruten, algo de veneno para condimentar la noche.