sábado, 16 de junio de 2012

Especial Microcuentos, o Nunca Gané Santiago en 100 Palabras

Con motivo de mi reciente éxito en el Concurso de Microcuentos de las Jornadas de Diversidad Sexual de la Universidad de Chile 2012, les dejo algunos Microcuentos.
Espero los disfruten.
Tengan una maravillosa vida.



No puede donar

“¿Carlos Molina?”. Leo se incorporó. “Es de Osorno. Su familia está allá”. El doctor se acercó y preguntó cómo conocía a Molina. “Soy su pareja”, respondió. “El choque fue feo, pero estará bien. Hay que pedir más sangre…”. Leo se arremangó. “¡Yo dono! Soy dador universal”. “No puedes”, interrumpió, entregándole un folleto con cara de culpa. “Lo siento”, dijo el doctor al marcharse. Empezó a leer. Usted también léalo, donde dice No puedo donar sangre si soy hombre y he tenido relaciones sexuales con otros hombres. Leo se sentó. Esperó un momento, guardó el folleto y se secó las lágrimas. 


- Concurso de Microcuentos de las Jornadas de Diversidad Sexual de la Universidad de Chile 2012.




Hombre higiénico

Comenzó a bajar la escalera observando sus zapatos nuevos, pero para no gastarlos, se los sacó. Para no ensuciar los calcetines, también se los sacó. Como no quería mancharse la piel, se sacó los pies, luego los tobillos. Imposible ensuciarse, además, las rodillas, así que se las sacó, seguidas de las nalgas, el torso y el pecho. Después de veinte escalones, no quedaba nada. 



El cochino

Julián se terminó el chocolito, enrolló el envoltorio en el palito y lo tiró al basurero.  Cayó afuera. ‘¡Oye, tú! ¡El cochino!’, gritó alguien. Julián se giró a tiempo para ver al basurero abalanzándose sobre él con diminutos puños de plástico. PAF, canillas, PAF, nariz, PAF, estómago. Cayó al suelo y se abrazó las rodillas, PAF, patada, PAF, auch. El basurero se sacudió las manos, tomó el papel del chocolito y se lo tragó, volviendo a su lugar y escondiendo las manitos en la espalda. Julián se incorporó, miró a su alrededor asustado, y salió corriendo. 



Diez

El viejo puso una mano sobre la caja, ceñudo tras la ventanilla. El joven, de pie a cinco pasos, metió la mano al bolsillo muy, muy lentamente, sin dejar de mirarlo. Una gota de sudor cayó sobre el cuello de su camisa. El viejo se paró y abrió la caja, pero el joven fue más rápido. Sacó la mano del bolsillo y se lanzó sobre la ventanilla. Entre los dedos, un billete de diez mil pesos. Ojos enormes de terror, el viejo kioskero miró la caja con sus míseras ocho monedas. ‘Déme un frugelé’, lo fulminó el joven estudiante.




domingo, 3 de junio de 2012

Al agua


Antología Taller de Cuentos Universidad Finis Terrae, 2009  

          Desde hacía una hora el mentiroso estaba en la terraza. Tenía el cuerpo envuelto con sus manitos, el ceño fruncido, fingiendo que no escuchaba a nadie.

          –¿Quién lo hizo, Ptolomeo? –preguntó la mujer, los brazos cruzados sobre el pecho.
          –Yo no fui.
          Las paredes que fueron blancas se habían quedado en silencio, vistiendo rayas de colores.
          –Ptolomeo, ¿quién fue? –repitió la mujer, haciendo rebotar el zapato sobre el suelo de madera.
          –Yo no fui.
          La mujer se mordió el labio e indicó las paredes manchadas. El niño pareció encogerse mientras miraba de reojo al muñeco de peluche en medio del pasillo. 
          –Ptolomeo, eras el único que estaba en la casa; yo te vi con el plumón en la mano –insistió la mujer, observando al hijo que rehuía su mirada–. ¿Quién fue?
          –Yo no fui; fue el tigre.
          La mujer se quedó un segundo con la boca abierta, el dedo colgando, indicando un punto vacío en el espacio. El niño volvió a mirar al peluche de rayas, tirado en el pasillo, mientras la mujer estallaba en carcajadas.
          Ptolomeo se había quedado quieto, la boca rígida, sin apartar la mirada. Le habría gustado patear al muñeco fuera de la ventana. No le encontraba el chiste.


          Ptolomeo escuchaba las palabras de sus padres, ahogadas por la puerta de la terraza.
          –¿Cómo que se lo enchufó al canario? –preguntó el padre, observándolo. La mujer aún reía mientras le explicaba.
          –Después de que me dijo lo del tigre, se fue corriendo a la pieza, agarró todos los peluches de tigres y leones, incluso ese puma gigante que le regaló tu hermana el año pasado, y los llevó a… los llevó… los…
          La risa le impidió continuar, con lo que Ptolomeo hundió más aun el rostro entre sus brazos. Conocía la frase que seguía a esas palabras. Los metió en la jaula del canario: leones y tigres. Y un puma. Su madre había rescatado al asfixiado pajarito justo a tiempo, desternillándose de la risa.
          –¿Y qué hacemos con él? –preguntó su padre. Ptolomeo no intentó oír la respuesta. Se frotó los ojos, era suficiente. Mirando por sobre el hombro, se deslizó hasta la ventana de la cocina y trepó sin hacer ruido. Cayó sobre la lavadora y avanzó lentamente, cruzando el pasillo y entrando a su habitación, desde donde las voces de sus padres llegaban ahogadas y vacías.
          Siete pares de ojos negros lo miraban.
          –Llegó el chistosito –masculló el león de corbata, sin soltar el libro que leía. Ptolomeo lo fulminó con la mirada. Ese león había desatornillado las tuercas de su somier hacía una semana.
          El puma soltó un gruñido bajo las sábanas. Siempre le robaba el lecho.
          –A mí el pajarito me cayó bien –soltó con sorna el tigre, las manos manchadas de plumón. Ptolomeo lo miró fijamente. Nunca antes se habían aventurado fuera de la habitación; él había sido el primero. Lo encontró en el pasillo, creando ciudadelas en las paredes. Luego de una encarnizada lucha, le había arrebatado el plumón, pero entonces había llegado su madre.
          Se sintió enrojecer al recordar cómo se había hecho el muerto.
          –Parecíamos sardinas –murmuró el otro león, el que solía esconderle los zapatos.
          –¿Pa’ qué, chiquillo? Si son bromas…
          –Dale, si no hacía falta…
          –Cállense –interrumpió Ptolomeo, cerrando la puerta y demorándose un poco en ella. Estaba temblando, ocultaba el rostro bajo sus rizos. Los animales se miraron entre ellos–. Cállense.
          Y sin decir otra palabra, tomó su mochila y se abalanzó sobre ellos.
          –¡Hey, se puso violento!
          –¡Córrete, pelado, que me va a…!
          –¡No!
          –¡Cerró la puerta con llave!
          –¡Mi cola!
          ¡Ayuda! –exclamaron todos, formando un caótico canon. Ptolomeo corrió el cierre con decisión y apretó la mochila contra su estómago, jadeando. Sus padres seguían hablando en el comedor. Le pateaban el vientre y los antebrazos, pero no los soltó. Con pasos de niño, se escabulló por detrás de sus padres y llegó a la puerta, sujetando la mochila con fuerza. Una voz ahogada escapó de ella.
          –¡Pst, Ptolomeo! Estábamos pensando… ¿no podríamos conversar esto?
          –Cállate –le cortó con un siseo, girando la manija y saliendo del apartamento. Bajó las escaleras a saltos, abrió la puerta de cristal y echó a correr. Le dolían los hombros por el peso de la mochila.
          –¡Niño, suéltanos! –gritó el puma, dejando escapar un maullido poco masculino. Ptolomeo siguió caminando y de repente se detuvo–. ¡¿Dónde nos llevas?!
          –¿Esto es agua? –susurró el león de corbata. Se quedaron en silencio un segundo, quietos, intentando escuchar.
          – ¡Es agua, cabros!
          –¡El chiquillo nos tiró al río!
          –¡Ptolomeo, vuelve!
          –¡Ptolomeo!
          –¡Perdona, chiquillo!
          –¡¿Ptolomeo?! ¿Ptolomeo?
          –¡PTOLOMEO!


          El domingo por la mañana sus piecitos tocaron la alfombra al salir de la cama.
          –¿Tienes frío? –le preguntó el oso de peluche, abrazándolo mientras bostezaba. Ptolomeo le dio unos golpecitos en la cabeza.
          –No, no tengo frío. 




Basado en una historia real.