Antología Taller de Cuentos Universidad Finis Terrae, 2009
Desde
hacía una hora el mentiroso estaba en la terraza. Tenía el cuerpo envuelto con
sus manitos, el ceño fruncido, fingiendo que no escuchaba a nadie.
–¿Quién lo hizo,
Ptolomeo? –preguntó la mujer, los brazos cruzados sobre el pecho.
–Yo no fui.
Las paredes que
fueron blancas se habían quedado en silencio, vistiendo rayas de colores.
–Ptolomeo, ¿quién
fue? –repitió la mujer, haciendo rebotar el zapato sobre el suelo de madera.
–Yo
no fui.
La mujer se mordió
el labio e indicó las paredes manchadas. El niño pareció encogerse mientras
miraba de reojo al muñeco de peluche en medio del pasillo.
–Ptolomeo,
eras el único que estaba en la casa; yo te vi con el plumón en la mano
–insistió la mujer, observando al hijo que rehuía su mirada–. ¿Quién fue?
–Yo
no fui; fue el tigre.
La mujer se quedó un
segundo con la boca abierta, el dedo colgando, indicando un punto vacío en el
espacio. El niño volvió a mirar al peluche de rayas, tirado en el pasillo,
mientras la mujer estallaba en carcajadas.
Ptolomeo se había
quedado quieto, la boca rígida, sin apartar la mirada. Le habría gustado patear
al muñeco fuera de la ventana. No le encontraba el chiste.
Ptolomeo
escuchaba las palabras de sus padres, ahogadas por la puerta de la terraza.
–¿Cómo que se lo
enchufó al canario? –preguntó el padre, observándolo. La mujer aún reía
mientras le explicaba.
–Después de que me
dijo lo del tigre, se fue corriendo a la pieza, agarró todos los peluches de
tigres y leones, incluso ese puma gigante que le regaló tu hermana el año
pasado, y los llevó a… los llevó… los…
La risa le impidió
continuar, con lo que Ptolomeo hundió más aun el rostro entre sus brazos.
Conocía la frase que seguía a esas palabras. Los metió en la jaula del canario: leones y tigres. Y un puma. Su
madre había rescatado al asfixiado pajarito justo a tiempo, desternillándose de
la risa.
–¿Y qué hacemos con
él? –preguntó su padre. Ptolomeo no intentó oír la respuesta. Se frotó los
ojos, era suficiente. Mirando por sobre el hombro, se deslizó hasta la ventana
de la cocina y trepó sin hacer ruido. Cayó sobre la lavadora y avanzó
lentamente, cruzando el pasillo y entrando a su habitación, desde donde las
voces de sus padres llegaban ahogadas y vacías.
Siete pares de ojos
negros lo miraban.
–Llegó el chistosito
–masculló el león de corbata, sin soltar el libro que leía. Ptolomeo lo fulminó
con la mirada. Ese león había desatornillado las tuercas de su somier hacía una
semana.
El puma soltó un
gruñido bajo las sábanas. Siempre le robaba el lecho.
–A mí el pajarito me
cayó bien –soltó con sorna el tigre, las manos manchadas de plumón. Ptolomeo lo
miró fijamente. Nunca antes se habían aventurado fuera de la habitación; él había
sido el primero. Lo encontró en el pasillo, creando ciudadelas en las paredes.
Luego de una encarnizada lucha, le había arrebatado el plumón, pero entonces
había llegado su madre.
Se sintió enrojecer
al recordar cómo se había hecho el muerto.
–Parecíamos sardinas
–murmuró el otro león, el que solía esconderle los zapatos.
–¿Pa’ qué,
chiquillo? Si son bromas…
–Dale, si no hacía
falta…
–Cállense
–interrumpió Ptolomeo, cerrando la puerta y demorándose un poco en ella. Estaba
temblando, ocultaba el rostro bajo sus rizos. Los animales se miraron entre ellos–.
Cállense.
Y sin decir otra
palabra, tomó su mochila y se abalanzó sobre ellos.
–¡Hey, se puso
violento!
–¡Córrete, pelado,
que me va a…!
–¡No!
–¡Cerró
la puerta con llave!
–¡Mi
cola!
–¡Ayuda!
–exclamaron todos, formando un caótico canon. Ptolomeo corrió el cierre con
decisión y apretó la mochila contra su estómago, jadeando. Sus padres seguían
hablando en el comedor. Le pateaban el vientre y los antebrazos, pero no los
soltó. Con pasos de niño, se escabulló por detrás de sus padres y llegó a la
puerta, sujetando la mochila con fuerza. Una voz ahogada escapó de ella.
–¡Pst, Ptolomeo!
Estábamos pensando… ¿no podríamos conversar esto?
–Cállate –le cortó
con un siseo, girando la manija y saliendo del apartamento. Bajó las escaleras a
saltos, abrió la puerta de cristal y echó a correr. Le dolían los hombros por
el peso de la mochila.
–¡Niño,
suéltanos! –gritó el puma, dejando escapar un maullido poco masculino. Ptolomeo
siguió caminando y de repente se detuvo–. ¡¿Dónde nos llevas?!
–¿Esto es agua?
–susurró el león de corbata. Se quedaron en silencio un segundo, quietos,
intentando escuchar.
– ¡Es agua, cabros!
–¡El
chiquillo nos tiró al río!
–¡Ptolomeo,
vuelve!
–¡Ptolomeo!
–¡Perdona,
chiquillo!
–¡¿Ptolomeo?!
¿Ptolomeo?
–¡PTOLOMEO!
El domingo por la mañana sus
piecitos tocaron la alfombra al salir de la cama.
–¿Tienes frío? –le
preguntó el oso de peluche, abrazándolo mientras bostezaba. Ptolomeo le dio
unos golpecitos en la cabeza.
–No,
no tengo frío.
Basado en una historia real.